Jorge
Enríquez
INFOBAE
- 30 de diciembre de 2018
Celebrar
los 40 años de la Constitución española no es un mero ejercicio de
la nostalgia. Es, sobre todo, reflexionar sobre las transiciones
políticas y sobre el valor del consenso, que es la clave de la
democracia. Por eso, ese
recuerdo no solo tiene que ver con la historia, sino con la
actualidad.
Sobre todo para los argentinos, que tantos problemas solemos tener
con la generación de acuerdos.
Se
habla desde hace unos años de grieta, pero el concepto no es nuevo
en nuestro país. Casi diría que a lo largo de la historia fue la
regla, no la excepción. En 1910, al cumplirse el primer siglo de
vida independiente, Joaquín V. González publicó un ensayo, El
juicio del siglo,
en el que analizaba esos primeros cien años y concluía que la "ley
del odio" había regido en ese período.
España
se encontraba, a la muerte de Francisco Franco, profundamente
dividida. Era una división que tenía causas más sólidas que las
que provocan nuestros enconos actuales. Cuarenta
años antes había habido una sangrienta guerra civil y luego de ella
se impuso una férrea dictadura con tintes totalitarios.
El
régimen de Franco fue siempre autoritario, pero desde fines de la
década del cincuenta había iniciado una gradual flexibilización,
que no afectaba la concentración del poder político, pero generaba
reformas económicas que fueron dejando atrás los muy duros años de
la posguerra.
Con
la asunción del rey Juan Carlos de Borbón, a la muerte de Franco,
comienza una etapa que hoy admiramos por la clarividencia y la
generosidad de los diversos actores que la hicieron posible, pero que
en ese momento estaba plagada de incertidumbres y acechanzas.
Juan
Carlos era el sucesor designado por Franco. Primero, la sociedad lo
estimó como lo que esa designación hacía suponer, una mera
continuidad del régimen. Pero pronto se advirtió que el flamante y
joven soberano tenía otras ideas: nada menos que la construcción de
una verdadera democracia.
El
proceso fue mucho más rápido de lo que se esperaba, pero no exento
de marchas y contramarchas. Resultó clave la designación como
presidente del gobierno de Adolfo Suárez, en julio de 1976.
Suárez provenía del franquismo, pero era un decidido partidario de
la renovación. Su desempeño, con el firme apoyo del rey, fue
determinante para que la transición resultara exitosa.
Suárez
anunció desde el inicio su deseo de avanzar hacia un gobierno
surgido de la voluntad popular. En el camino, entre otros aspectos,
se dictó una amplia amnistía, se legalizó al Partido Comunista, se
aprobó una ley que creaba nuevas Cortes y se convocó a elecciones.
Suárez
conversaba con los líderes políticos de todas las fuerzas, lo que
era un hecho inédito en España, no solo desde la guerra civil, sino
desde antes también, porque durante la vigencia de la república no
había imperado la idea de consenso, sino la imposición de las
mayorías circunstanciales.
Hay
que citar en ese camino los famosos Pactos de la Moncloa, firmados el
27 de octubre de 1977, que fueron dos acuerdos en los que se
plasmaron grandes lineamientos económicos, que incluían un
necesario ajuste fiscal, pero compensado con medidas de neto corte
social. Contrariamente
a lo que suele afirmarse, no se trató de un acuerdo corporativo,
sino político. Fue
suscrito por el oficialismo y partidos de la oposición, como el
Partido Comunista, pero no por representantes de trabajadores ni de
empresarios.
El
clima de paz social resultante pavimentó la discusión de la
Constitución. Se decidió que la Comisión de Asuntos
Constitucionales en el Congreso de Diputados fuera la encargada de
elaborar el proyecto de Constitución que luego sería discutido en
el pleno de la Cámara, para su posterior debate en el Senado. La
Comisión, a su vez, nombró una ponencia de siete miembros para que
presentara un anteproyecto. La formaban tres diputados de UCD —Miguel
Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel
Cisneros—, uno del PSOE —Gregorio Peces Barba—, uno del
PCE-PSUC —Jordi Solé Tura—, uno de Alianza Popular —Manuel
Fraga Iribarne—, y uno por las minorías vasca y catalana —Miquel
Roca i Junyent.
Las
reuniones fueron confidenciales, lo que facilitó las concesiones
mutuas. Pero el proceso no fue rápido. El trabajo demandó 18 meses.
Se intentó acordar un texto que realmente fuera el fruto del
consenso y no, como había ocurrido en 1931, la imposición de un
sector a otro.
Así,
por ejemplo, el PCE y el PSOE renunciaron a sus exigencias de
instaurar una república y aceptaron la permanencia de la monarquía.
De otro lado, se aceptó que la Constitución hablara de
"nacionalidades" dentro de España, tema que en los últimos
años ha dado lugar a un reverdecimiento de conflictos que todos
conocemos.
Finalmente,
el 31 de octubre de 1978 fue votado en el Congreso y en el Senado el
proyecto de Constitución. En el Congreso votaron a favor 325
diputados, 6 en contra y 14 se abstuvieron. En el Senado la apoyaron
226 senadores y votaron en contra 5. La
Constitución obtuvo así un enorme respaldo parlamentario. El 6
de diciembre de 1978 la Constitución fue sometida a referéndum y
aprobada por el 88% de los votantes.
A
partir de entonces, es la ley fundamental de España. La transición
no había terminado. El 23 de febrero de 1981 pudo ser abortado un
golpe de Estado conocido como el Tejerazo (por su cabecilla, el
entonces teniente coronel Antonio Tejero). La derrota de los sectores
más autoritarios consolidó la democracia en España y fue sin dudas
un hito histórico, en especial para los países de Iberoamérica,
siempre atentos a la evolución política de la Madre Patria.
No
es el propósito de estas líneas analizar en detalle el contenido de
la Constitución española, sino rendirle tributo a cuarenta años de
su aprobación. Y, al hacerlo, rendirles tributo también a las
grandes personalidades que la hicieron posible, como el rey Juan
Carlos, Adolfo Suárez, Felipe González, Alfonso Guerra y Santiago
Carrillo, entre muchos otros. Entre algunos de estos hombres había
habido en el pasado un abismo ideológico. Y en el caso de Carrillo y
de muchos de su generación, se trataba de mucho más que de razones
ideológicas. Habían participado de la lucha armada.
Para
decirlo en forma breve y brutal: los
sectores que negociaban se habían matado entre ellos. Pero, acaso
por eso mismo, por las enseñanzas que dejan los grandes dolores,
supieron que debían construir un país para todos.
Que aquellos que antes habían sido sus enemigos eran ahora
ciudadanos con ideas distintas en muchos campos de las suyas, pero
partícipes legítimos de la nueva democracia española. Y quizás
ellos mismos se asombraron al comprobar cuánto tenían en común.
Hay
un libro magnífico de un notable escritor español, Javier Cercas,
que se titula Anatomía
de un instante.
El instante que es el disparador de la obra es el momento en el que
el teniente coronel Tejero irrumpe en las Cortes con un arma en la
mano. Casi todos los legisladores se tiran al suelo. Solo dos
permanecen de pie con serena dignidad: el ex franquista Adolfo Suárez
y el viejo comunista Santiago Carrillo. Dos hombres con trayectorias
opuestas que habían aprendido a respetarse y apreciarse en el
ejercicio del más elemental instrumento de la democracia: el
diálogo.
Ojalá
ese ejemplo nos ilumine en esta Argentina tan necesitada de consensos
profundos.
El
autor es diputado nacional por CABA (Cambiemos- PRO).