Los alarmantes efectos del miedo a perder el poder…
Tal vez es lo que había que esperar. La incertidumbre del actual proceso electoral, es decir, la posibilidad de que Cristina Kirchner pierda la hegemonía alcanzada hace dos años y, en consecuencia, se le vuelva inexorable la salida del poder en 2015, está desencadenando una turbulencia política que causa alarma. Sobre todo porque no se manifiesta en la superficie del marketing ni en el estruendo del debate político. Es un mar de fondo que transcurre en la intimidad del aparato de la seguridad y la defensa. Allí donde el Estado se vuelve menos transparente.
El asalto al domicilio de Sergio Massa se inscribe en ese contexto. Los funcionarios reaccionaron frente a la publicidad de ese episodio con argumentos que vuelven menos comprensible todo lo ocurrido. El más habitual es que los Massa conocían al asaltante, el prefecto Alcides Díaz Gorgonio. Que éste mantenía un brumoso vínculo con una empleada de la casa.
Y que hacía alarde de ser allegado al intendente.Aníbal Fernández, en el afán de ligar al delincuente con el candidato opositor, confesó que en 2007 él, como responsable de las fuerzas de seguridad, había destacado a Díaz Gorgonio a vigilar el country Isla del Sol por un pedido de Massa y no por razones funcionales. Conclusión: en el reparto de bienes de un divorcio peronista que amenaza con volverse tormentoso, Díaz Gorgonio quedó del lado de los Massa. “Conflicto entre privados”, como el caso Skanska.
Esta tesis evita explicar lo más obvio. Que Díaz Gorgonio es un prefecto en actividad. Que se desempeña, a las órdenes del coronel Sergio Berni, como enlace entre la Prefectura y las otras instituciones del área. Que era consciente de estar robando la casa del intendente de la localidad. Que lo hizo con alguna presunción de impunidad, ya que no evitó exhibir su rostro y una pistola calibre 22 con silenciador delante de una cámara de TV. Que para llevarse la caja de seguridad, donde además de chucherías había dos enigmáticos pendrives, esperó a que su víctima se convirtiera en el rival más visible del oficialismo. La ex diputada Marcela Durrieu, suegra de Massa, agregó que es un agente de inteligencia. Si fuera así -nadie la desmintió-, tal vez familiarizarse con los Massa era parte de su trabajo.
El proverbial garantismo oficial se pone en pausa frente a estas informaciones. Massa se transforma en victimario. La versión oficial propone que se infligió a sí mismo un robo a mano armada para, después, acusar al Gobierno en la campaña. Pero el oficialismo también acusa al candidato opositor de haber ocultado el incidente para que el mito de que Tigre es un lugar seguro no se desvaneciera. Sin embargo, el primero en divulgar lo ocurrido no habría sido el juez de San Isidro Esteban Rossignoli -a quien el círculo íntimo de Massa atribuye la filtración periodística- sino el propio candidato, que habló con Berni. La discreción del intendente frente al robo tal vez haya obedecido a un factor más íntimo y primario que una estrategia electoral: el miedo. Recién decidió hablar el domingo por la noche, después de discutir alternativas con su esposa; con el intendente de San Miguel, Joaquín de la Torre; con la diputada Graciela Camaño, y con su jefe de campaña, Juan José Álvarez, un experto en seguridad.
Si se proyecta este enredo tenebroso sobre el telón de fondo de otras noticias referidas al dispositivo armado del Estado, lo ocurrido en lo de Massa agrava su aspecto. Mañana se cumplirá un mes de la muerte del “Lauchón”. Así le decían a Pedro Viale, el agente de la Secretaría de Inteligencia (SI) que cayó en un tiroteo contra el Grupo Halcón de la policía bonaerense, que allanaba su casa de madrugada. La trama de este caso también es muy confusa. Viale, acusado de proteger a una red narco de la policía, no pudo esa noche ponerse a salvo a sí mismo.
La muerte del “Lauchón” es el síntoma de una descomposición que se vuelve más inquietante por otras historias de violencia que involucran a agentes de la SI y a relevantes kirchneristas del conurbano. Es difícil corroborar peripecias que transcurren en los sótanos del Estado. Pero hay un fenómeno objetivo: desde que se negoció la causa AMIA con Irán y, sobre todo, desde que Cristina Kirchner resolvió avanzar sobre la Justicia con su “democratización”, se viene señalando que los servicios de inteligencia están sublevados. Es decir, que trabajan para un jefe cuyo nombre se ignora. Y no hay funcionario alguno que tranquilice a la ciudadanía con una desmentida. Ni Héctor Icazuriaga, el jefe de la SI, ni Francisco Larcher, su segundo.
Este desencuadramiento de dependencias cruciales del Estado se corona con la promoción del general César Milani a la jefatura del Ejército. Se ha referido muchas veces que Milani llega allí porque es un oficial de inteligencia dispuesto a ofrecerle a la Presidenta lo que la SI le estaría negando. Es muy probable. Pero tal vez no sea lo más novedoso ni lo más grave. Milani viene prestando esos servicios desde hace mucho tiempo.
El encumbramiento de este general obedece a otra razón que, para el Gobierno, está en el centro de la encrucijada electoral. Cristina Kirchner y su círculo más estrecho suponen que si en los próximos comicios vuelven a perder la mayoría en el Congreso la oposición hará un cuestionamiento cada vez más severo de su legitimidad. Las causas por corrupción y la advertencia del peronismo disidente de que, en caso de triunfar, intentará tomar la conducción de las dos cámaras se convierten en una pesadilla.
El reflejo más rápido de Cristina Kirchner ante este panorama que anida en su cabeza es asegurarse el control de la fuerza física. Lo que impulsa el ascenso de Milani no es su habilidad para pinchar teléfonos, sino la declaración más importante que produjo en este tiempo: “Las Fuerzas Armadas queremos ser parte de un proyecto nacional y popular”.
En diciembre de 2007 el gobierno de Venezuela se resistía a reconocer la derrota en un plebiscito constitucional. Fue la cúpula del ejército, alineada con el general Raúl Baduel -que había sido crucial en el desbaratamiento del golpe de Estado cinco años antes- la que presionó a Hugo Chávez a admitir el fracaso. Él, contrariado, declaró que la de sus adversarios “fue una victoria de mierda”. Al poco tiempo, Baduel estaba preso. Y los militares, alineados con el chavismo. Cristina Kirchner conoce esa historia con detalle.
La afirmación de Milani señala una involución para el Estado de Derecho. Una de las conquistas más valiosas de la sociedad argentina desde 1983 fue haber subordinado a las Fuerzas Armadas a la ley. No a un caudillo. Milani revierte ese proceso al proponer al Ejército como el brazo armado de una facción. Igual que Mohamed Seineldín con Carlos Menem durante la campaña de 1989. Esa concepción profesional animó siempre al nacionalismo carapintada, con el que Milani mantuvo un vínculo vidrioso.
La Presidenta está produciendo un cambio que se proyecta más allá de su mandato. Por ese motivo llama la atención cierta indolencia opositora para registrar el fenómeno. Los rivales del Gobierno han subrayado la incoherencia que supone exaltar a un militar sospechado de haber violado los derechos humanos durante la dictadura. Pero esa incongruencia acaso no traiciona sino que consuma una política.
El kirchnerismo ha venido utilizando la vinculación con las atrocidades del último gobierno militar como un látigo para dirimir las disputas del presente. Ernestina Herrera de Noble fue acusada como apropiadora de hijos de desaparecidos. La Justicia determinó que no lo fue. Pero mereció serlo desde que Clarín se convirtió en un crítico incómodo. Bartolomé Mitre y Héctor Magnetto, acusa el Gobierno, “se apropiaron de las acciones de Papel Prensa en una mesa de torturas”. Hay innumerables testimonios de que no fue así. Pero mereció serlo no por los hechos probados de hace más de tres décadas, sino por el rol que la prensa desempeña en estos días.
La mirada misericordiosa con que la señora de Kirchner y los organismos de derechos humanos identificados con ella examinan los antecedentes de Milani invierte esta invención del pasado y, de ese modo, la completa. Para la Casa Rosada parece poco probable que este general tenga cuentas pendientes con los tribunales. Y si las tiene, “no es para hacerse los rulos”. No por lo que haya hecho cuando era un joven oficial, sino por lo que está dispuesto a hacer ahora.
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