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La caída de Fernando de la Rúa

Ante el fallecimiento de Fernando de la Rúa, una de las cosas que primero vienen a la mente es su peor momento, el de su renuncia a la presidencia de la Nación. Así que para recordar algunas de las razones que condujeron a ese camino, parlamentario.com publica a continuación el capítulo VI del libro “¿Qué se vayan todos? Crónica del derrumbe político”, de José Angel Di Mauro, publicado en 2003 a través de Editorial Corregidor. El título del mismo era “La caída de Fernando de la Rúa”, con el siguiente subtítulo: “Crónica de una muerte anunciada”.

No hubo manera de hacerle entender al mundo que un gobierno podía aparecer fortalecido luego de que su vicepresidente renunciara, siendo además el jefe del principal socio del partido gobernante. Empero, así lo quisieron hacer ver ciertos voceros del gobierno.

Convengamos que ésa había sido además una de las intenciones de los impulsores del arrinconamiento de Alvarez, el círculo íntimo del primer mandatario, que especulaba sin demasiados argumentos conque esa postura tendería a reforzar la imagen de poder del Presidente.

De hecho, el gabinete que armó De la Rúa tras la recomposición aparecía más homogéneo. Con la salida de Chacho, creció el peso del entorno presidencial, en el que se mantenía un Fernando de Santibañes que había dejado la SIDE y los primeros planos, pero no la cercanía presidencial; un Antonio de la Rúa siempre consejero de su padre; y un Leonardo Aiello, secretario personal del Presidente y hombre de extrema confianza e influencia para con De la Rúa.

Había otros sushis en puestos de importancia. Darío Richarte se mantenía como número 2 de la SIDE, mientras Lautaro García Batallán quedaba como viceministro del Interior. Una que renegaba de tal condición pero que había llegado al gobierno aliancista merced a sus buenas relaciones con ese sector era Patricia Bullrich, quien a partir de esa recomposición ministerial llegó a Trabajo, donde se convirtió en una de las piezas claves de ese gobierno, al que defendió más que cualquier otro radical.

Habrá que sumar a ese entorno al omnipresente Enrique “Coti” Nosiglia y a Jorge de la Rúa, flamante ministro de Justicia, quien dejó la Secretaría General de la Presidencia por razones de salud e insólitamente el Presidente le pidió a Ricardo Gil Lavedra el cargo de ministro para encontrarle a su hermano un puesto de relevancia, aunque más tranquilo.

El peronismo quiso poner en el casillero de “su” haber la renuncia del vicepresidente, y el siempre activo Carlos Ruckauf apareció sugiriendo la recreación de un acuerdo entre el primer mandatario y los gobernadores, supuestamente para darle el sostén del que ahora la UCR podría carecer, ante el eventual alejamiento frepasista.

La renuncia de Chacho Alvarez no significó solamente una suba del riesgo país, la salida de capitales y una irremediable pérdida de confianza; tuvo consecuencias prácticas para el gobierno aliancista, porque a partir de entonces debió despedirse del Parlamento como herramienta para gobernar. Un tema clave para un gobierno que debía manejarse en un contexto crítico, por cuanto la situación de la Argentina a partir de la crisis de financiamiento que comenzó a darse por el aumento considerable de su endeudamiento externo y del elevado déficit fiscal, exigía del país niveles de consenso distintos a los que en el pasado la democracia había sido capaz de brindar.

Ruckauf sabía de qué hablaba, pues si algo grave implicaba la renuncia del jefe del Frepaso era la ruptura de la estructura de poder en el Congreso, lo que obligaría al gobierno a una desgastante y cada vez más traumática negociación con los gobernadores. Un juego que terminaba favoreciendo a la oposición y que atomizaba definitivamente el poder para negociar.

“Ningún presidente había tenido hasta entonces la necesidad de contar con acuerdos de gobernadores para esgrimir un reclamo ante un organismo internacional, por ejemplo, o contar con un Parlamento mayoritario que le garantizara las leyes que la emergencia reclamara”, recordó Juan Pablo Baylac a la hora de buscar las razones de porqué se desbarrancó su gobierno. Y lo descripto era el panorama que debía encarar Fernando de la Rúa.

“Ese requerimiento de consensos extraordinarios que exigían los organismos internacionales y los gobiernos que querían ayudar a la Argentina, fue una nueva experiencia que comienza con De la Rúa -continuó Baylac-. Porque era la primera experiencia de un presidente que gana con un alto consenso para encarar un gobierno de cuatro años, y se le pulveriza su herramienta parlamentaria al año”.

Esto es, para resultar creíble en las negociaciones internacionales, el gobierno requería de un Parlamento medianamente alineado que no tenía. Y en esto el golpe definitivo lo dio la salida de Chacho Alvarez.

Pero para poder sentarse a negociar con el Fondo se requería que los gobernadores estuvieran de acuerdo con las políticas que instrumentaba el gobierno, cosa que Baylac recuerda que no sucedía. “A tal punto que el gobierno de De la Rúa bajaba el gasto y las provincias lo aumentaban. Y naturalmente, si se trataba de brindarle ayuda a una Argentina que sufría un déficit que debía caer, esa asistencia no iba a venir en tanto y en cuanto el gasto en las provincias era considerable”.

Con adhesiones en fuga en la Cámara de Diputados, adonde habían llegado con una mínima mayoría; con un Senado en inferioridad, la Alianza debió encarar nuevos modelos de consenso. Ahí es que empiezan a ser más importantes las negociaciones con los gobernadores, la búsqueda del consenso legislativo. “La razón de ser de muchas de las normativas que estuvimos obligados a sancionar era precisamente brindarle al gobierno un consenso parlamentario que en los hechos no tenía”, señaló Baylac en referencia a las facultades delegadas, mientras que las negociaciones con los gobernadores “pretendían darle un consenso sociopolítico que el gobierno iba perdiendo”.

El Parlamento fue así paulatinamente relegado a un segundo plano. Con su cada vez más pronunciada tendencia a apelar a los decretos de necesidad y urgencia, el gobierno dio una nueva muestra de la vigencia del teorema de Baglini, ese que interpreta que el grado de confrontación de un partido es inversamente proporcional a su distancia del poder. De tal manera, entre tantos sapos que debieron tragarse los representantes de la Alianza, uno de los más grandes fue sin duda la cantidad de veces que el Ejecutivo optó por puentear al Parlamento. Algo que contradecía el espíritu de la reforma constitucional del 94, que buscaba una democracia más parlamentarista -situación impulsada precisamente por los radicales-, aunque en la práctica hubiera sido pergeñada eminentemente para permitir la reelección presidencial.

Como corresponde a todo partido que pierde una elección, tras la derrota de octubre del 99 el peronismo había quedado horizontalizado, sin líder ni estrategia. Se pensó entonces que el Congreso adquiriría un papel preponderante, cosa que en efecto ocurrió, pero al cabo del primer año de la Alianza en el poder, el Parlamento aparecía como un órgano inconsulto, más allá de seguir siendo clave para el gobierno. Lo peor era que el Ejecutivo parecía ir encontrándole la vuelta a su desventaja en la Cámara alta y el clima contestatario en Diputados por la vía del decreto. Sin ir más lejos, el Presidente “festejó” su primer año en el gobierno con lo que se definió como “una batería de decretos” (30, para ser exactos), con el anunciado objetivo de dar “una sensación de ejecutividad”.

Justo la Alianza, que había hecho de la lucha contra los “decretazos” una prédica.

Con un Senado a la deriva luego del escarnio público desatado por los supuestos sobornos, y una Cámara baja donde las rebeliones aliancistas eran moneda corriente, el gobierno prefería eludir ese ámbito díscolo y desprestigiado. Las autoridades aparecían entonces negociando con los gobernadores peronistas, a los que la crisis había devuelto notoriedad, cuando todos pensaban que pasaría mucho tiempo para que tal cosa pudiera suceder. Pero la vorágine de la crisis obligaba a esos cambios, tal vez demasiados para la parsimonia presidencial.

Le faltó al gobierno de De la Rúa un interlocutor válido. “Claro que fue un problema que el peronismo no tuviera una cabeza visible -reconoce Baylac-. Y que en cambio hubiera un puñado de no menos de diez dirigentes que quisieran ser presidente. Que todos se corrían de alguna manera por izquierda o por derecha, conforme fuera el posicionamiento sobre distintos temas. El Presidente tenía una reunión con los tres o cuatro gobernadores que eran los ‘capangas’, digamos, del peronismo, y cuando se volvían a reunir todos los gobernadores, Kirchner los corría por izquierda, Ruckauf se hacía el de siempre, que tenía dificultades o no concurría a las reuniones...” Y chau consenso.

Una de las dudas existenciales que no logró resolver ese gobierno fue con qué sector le convenía más negociar. ¿Con el menemismo, desprestigiado y elegido como blanco de las críticas durante toda la campaña? ¿O acaso con los gobernadores que lucían como presidenciables para el 2003? Al principio parecía claro que con los menemistas asimilando la salida del poder y los gobernadores abocados a cabalgar sobre las crisis de sus respectivos distritos, los únicos que aparecían sin compromisos y con poder real estaban -como ya se ha dicho aquí- en la Cámara alta. A ella volveremos una vez más, tan clave fue ese ámbito durante esos años.

Mayoría plena en ese cuerpo, sin ataduras políticas ni necesidades aparentes, los senadores justicialistas asomaban como el único órgano capaz de obligar al gobierno a ir al pie. Cosa que trataron de mostrar de entrada, cuando amagaron con designar a un hombre propio como presidente provisional, situación que hubiera ubicado a un peronista en el segundo escalón de la sucesión presidencial.

No lo hicieron, como también dejaron pasar la oportunidad cuando ya no había vicepresidente formal; diferente fue cuando la caída del primer mandatario era para ellos cuestión de tiempo.

Distinta era la situación de los diputados justicialistas, donde la derrota electoral del 99 caló hondo y un bloque acostumbrado a ser oficialismo pasó a acusar seriamente el golpe de ser minoría y oposición a la vez. Con los senadores, en cambio, hubo que negociar todo, comenzando por el Presupuesto 2000 y el impuestazo, como ya se ha dicho. Luego le seguiría la Reforma Laboral, y de no haber estallado después el escándalo, De la Rúa habría seguido dependiendo de la voluntad de Alasino y compañía.

Habitante del cuerpo durante largos años, Fernando de la Rúa conocía el idioma que allí se hablaba, tanto como a la mayoría de sus miembros. El riojano Jorge Yoma le explicó cierta vez, en plena puja entre ambos sectores antagónicos, que la Alianza tenía dos alternativas: o pactaba la gobernabilidad con la Corte Suprema de Justicia, o iniciaba un camino de negociación permanente con los senadores. Esa sería una instancia complicada y costosa, por las concesiones que debería hacer, pero que le daría “legalidad y legitimidad” a sus decisiones. Se sabe que el gobierno eligió -en principio- ese camino.

Mientras tanto, los gobernadores denostaban en muchos casos a los senadores de su propio partido. Lo hizo Carlos Ruckauf en los tiempos en que aparecía como el más oficialista, cuando la emprendió contra los legisladores peronistas sabiendo que ningún gobernador los controlaba, ni los arropaba la consideración pública. Por entonces, las huestes de Alasino le habían dado una tunda al ajuste económico del gobierno, conspirando incluso contra las posibilidades de los gobernadores de obtener créditos. El mandatario bonaerense lo experimentó inmediatamente en carne propia, por cuanto en su promocionada visita a Nueva York para colocar un bono provincial por 300 millones de dólares sólo había podido obtener la mitad de lo deseado.

Amos y señores de los tiempos legislativos, más allá de que aun antes de los escándalos de los sobornos se supieran rechazados por la sociedad, los senadores peronistas fueron quizá los únicos que supieron hacerse de todo el poder que tenían al alcance de sus manos en la Argentina aliancista. Incluso más que el propio gobierno, timorato para ocupar los espacios que había obtenido el 24 de octubre de 1999.

Sin embargo, nunca el PEN temió realmente que la sangre llegara al río. Ni cuando amagaban con arrebatarle la presidencia provisional, ni con el impuestazo, ni siquiera con la Reforma Laboral; siempre se sabía que el acuerdo llegaría. Adversarios internos de los que le sobraban por entonces a Alasino aseguran que cuando la Alianza ganó las elecciones, el senador entrerriano habría puesto al bloque “a disposición del gobierno”, a cambio de resguardo judicial en su provincia.

El escándalo por los supuestos sobornos acabó con el reinado de los senadores, que ya no pudieron esperar prebendas de ningún tipo ni ofrecer una resistencia férrea. La sociedad ya los había condenado -tanto a peronistas como a oficialistas-, lo que limó su poder a niveles impensados, y todo lo que pudieran hacer hasta la renovación total del cuerpo en el 2001 podría ser usado en su contra.

Con el Senado herido, la Cámara de Diputados intentó mantener a resguardo su imagen con una laboriosidad sin brillo. Su titular, el delarruista Rafael Pascual, alardeaba de que en ese cuerpo se habían realizado durante el año 2000 más sesiones que en 1999, que se habían sancionado todas las leyes que pidió el gobierno, y que nunca en la historia parlamentaria iniciada en 1983 hubo un primer año de gestión gubernamental con tantas leyes aprobadas. Todo podía ser cierto, tanto como que el protagonismo pasaba por otro lado.

El episodio de la reforma previsional fue un claro ejemplo de la dirección adoptada por la gestión De la Rúa hacia fines del año 2000, ya que la dispuso por decreto, ante la catarata de críticas expuestas sobre todo desde el Frepaso. Una medida coronada por la poco feliz decisión de cerrar el Congreso durante todo el verano, precisamente para evitar que allí anularan ese decreto. Algo inédito aun en tiempos de Menem -Fujimori hubiera quedado hecho un poroto si el riojano hubiera decidido algo así en su década de gestión-. Lo cierto es que el cierre no era virtual, sino formal, pues se habían asegurado de impedir el funcionamiento legislativo al poner al Palacio en reparaciones. Obras que debían ser concluidas a fines de enero, pero que -¡oh casualidad!- se demoraron más de la cuenta-. Estaba claro que la “demora” era funcional a los deseos oficiales.

En síntesis, luego de los episodios sucedidos en el Senado, que concluyeron con la precipitada salida de Alvarez y las fugas internas que la misma originó, el Ejecutivo decidió privilegiar a los gobernadores a la hora de la negociación, mientras los legisladores veían impávidos la amenaza presidencial de apelar a los decretos de necesidad y urgencia por cuanto proyecto controvertido tuviera que pasar por allí. Los diputados frepasistas, en tanto, aparecían presos de sus propias contradicciones, aguardando directivas que su líder en el exilio no enviaba, así como una atención que el Presidente no les dispensaba. Los radicales, en tanto, se mantenían a la expectativa, moderando críticas, aunque sin poder digerir del todo la marcha presidencial.

Ya lo habían anticipado sus opositores justicialistas en diciembre del 99: “Tras 10 años de ser oposición, les cuesta horrores sentirse oficialistas”.

El blindaje, tan fugaz como López Murphy

Hay que decirlo: vivieron de sobresalto en sobresalto. De eso hemos hablado hasta ahora, describiendo la cruda realidad que le tocó enfrentar a la dirigencia aliancista cuando llegó al poder. Empero, si bien el contexto nacional e internacional no los ayudó para nada a gobernar, ellos tampoco hicieron demasiado por cambiar las cosas. Para Felipe Noguera, la Alianza fue una coalición electoral más dedicada a hablar en contra de Menem que a favor de cualquier cosa, de ahí que recuerde que durante la campaña, cuando se les preguntaba a muchos de sus dirigentes para qué querían ganar o qué harían cuando llegaran al poder, se encontraba con que no tenían respuesta.

“No había una propuesta, no había una idea de decir ‘miren, yo quiero que en diciembre del 2003, cuando entreguemos la banda presidencial, o del 2007, después de dos períodos, hayamos hecho esto, esto y esto’. No, no había esa determinación y, por el contrario, De la Rúa llega al gobierno sin una visión de para qué es presidente”, sostuvo el consultor.

En consecuencia, era lógico que la sociedad se viera defraudada. El gobierno se quejaba del malhumor de la sociedad, pero el mismo estaba centrado “en una profunda percepción de defraudación de expectativas y en la sensación de un fuerte incumplimiento de las promesas de campaña. Y en una sociedad que votó también por la ética y la transparencia”, sostiene Graciela Römer, otra analista de opinión pública que tiene en cuenta que muchos sostenían que durante esa campaña presidencial la gente demandaba continuidad en lo económico, en el marco de una gestión más prolija. Pero advierte que “las expectativas eran más profundas y tenían que ver con demandas vinculadas con un modelo de sociedad más equitativo, con el fin de los privilegios sectoriales y con un gobierno que diera señales de estar cerca de la gente”.

“Ese es el capital que el gobierno de la Alianza vio diluir significativamente hacia finales de su primer año de gobierno”, concluyó la analista.

“¿Cuáles fueron los errores de la Alianza? La pregunta es qué errores no cometió. Porque cometió muchos, pero si tuviera que juzgarlos, diría que el principal estuvo justamente en aquellas esferas donde los dirigentes podían encabezar un cambio en el orden de la mayor riqueza institucional, la mayor transparencia, un funcionamiento aceptable de las instituciones publicas”, señaló Eduardo Fidanza, para quien eso era precisamente lo que las clases medias habían apoyado y demandaban. Pero destacó también un segundo error, que fue “haber tenido un diagnóstico errado de la situación económica argentina, así como no haber visto que la legitimidad que se conseguía tenía que haberse empleado en alguna forma de salida de la situación artificial que era la convertibilidad. Se optó en cambio por una especie de prolijidad, que no hizo otra cosa que acentuar cuestiones estructurales e insuficiencias del modelo que ya se venían viendo desde hacía por lo menos tres años”.

Habrá que admitir que si De la Rúa no tenía claro para qué llegaba a la Rosada, lo hacía entonces con una visión más propia de la oposición. Tal vez no tanto De la Rúa, que llegó a la presidencia “haciendo la plancha”, sin detallar sus ideas ni criticar demasiado; pero sí el resto de la coalición, que puso su eje en la lucha contra la corrupción, cuando eso es algo que se practica desde la oposición, no ya desde el gobierno. Cuando se está allí, uno trata de gobernar sin que haya corrupción, pero no puede emprender una cacería de brujas, como podría amenazar cuando se está desde el llano.

Llegar al gobierno sin plan y cometer el error de criticar la situación heredada, tal cual lo hizo, fue el drama fundacional de una administración que duró la mitad de su mandato. No dejar de ser oposición cuando se traspasó la barrera de las urnas que a uno lo consagran. Al asumir, De la Rúa y su equipo económico se quejaron del déficit heredado, pero no se limitaron a hacer eso el día en que se hicieron cargo, sino que prolongaron tal actitud a lo largo del tiempo, hasta que la gente no se lo aceptó más como excusa.

“De la Rúa se pasó seis meses diciendo lo mal que estaba todo y pidiendo que vinieran inversiones -critica Noguera-. La gente decía ‘este tipo está loco’... Si querés que vengan inversiones, hablá de que las cosas están bien, o que van a estar bien, pero... ¡Pará, ya no estás en campaña!” A su juicio, ése es el concepto de campaña permanente, la convicción de que hay que hacer campaña para gobernar, lo cual es decididamente errado. No se puede seguir haciendo campaña electoral cuando se está en el gobierno, sin elecciones por delante. La Alianza no tenía razones para seguir criticando a Menem, salvo la de que necesitaba un adversario del que no tuvieran que estar en deuda, para maquillar su falta de resoluciones.

No podía fustigar demasiado a los gobernadores, ni al Parlamento, porque tarde o temprano los necesitaba para negociar. Carlos Menem, en cambio, era un ex presidente antipático para la sociedad, sin demasiada injerencia sobre el partido. Pero la sociedad ya no tenía necesidad de pensar en él, salvo el deseo de muchos de verlo preso, a él o a sus ex colaboradores. Si eso no sucedía en el marco de la campaña de transparencia anticipada por la Alianza, no tenía ningún caso escuchar más quejas.

El gobernante ya no era Menem, era De la Rúa, y la gente ya percibía que no tenía muchas ideas sobre lo que debía hacer para sacar el país adelante.

Tuvo, de todos modos, una última oportunidad. Fue el respiro postrero de la Alianza en el gobierno, y a la vez la última cuota de confianza que recibió de parte de los organismos internacionales. Se llamó blindaje y fue una asistencia financiera que dieron varios países, ya no en forma de crédito, sino de respaldo monetario para hacer frente a las adversas condiciones económicas internacionales en las que se manejaba la Argentina.

La gente nunca tuvo muy claro si ese dinero llegaría a la Argentina, si sería un asiento contable, si llegaba para reforzar las reservas, o si era simplemente una nueva cifra de diez ceros que se agregaría a la deuda... Se le dijo a la sociedad que eran cuarenta mil millones de dólares que figurarían como fabuloso respaldo para nuestras finanzas, salvándonos de caer al precipicio. Tal cual había sucedido en otros tiempos con México, por ejemplo, la experiencia estaba destinada a evitar que un buen alumno de las recetas del FMI como había sido la Argentina cayera en desgracia.

Darío Lopérfido se encargó de los afiches y cubrió la ciudad de Buenos Aires con carteles que promocionaban tan solo la palabra “BLINDAJE 2001”. No había mucho más que decir, pues el resto era un tecnicismo que a lo sumo terminaría volatilizando el valor psicológico de esa ayuda, que en el fondo pretendía infundir ánimo a una sociedad malhumorada que veía llegar otro verano sin reactivación.

Signo del cambio de los tiempos, el secretario de Medios se había ocupado el año anterior de sorprender a los porteños con afiches negros, con letras catástrofe blancas que decían solamente “MALDITA COCAINA”. Ahora, la preocupación no era la salud de Diego Maradona, sino la del país. El próximo verano ya no habría afiches, ni Lopérfido tendría trabajo.

El “efecto blindaje” sólo lo sintió el gobierno, que creyó tener espacio para comenzar a delinear las próximas elecciones legislativas y comenzaron a circular nombres para las futuras candidaturas. Raúl Alfonsín volvió a salir al ruedo electoral y anunció su aceptación para encabezar la fórmula para senadores de la provincia de Buenos Aires, mientras que para la Capital, en aras del equilibrio con los socios del Frepaso, se pensó en ceder el tope de la nómina a esa agrupación. Y qué mejor que transferirle tal posibilidad nada menos que a Chacho Alvarez.

Un verdadero despropósito era pensar que quien apenas dos meses antes se había hartado de presidir la Cámara de Senadores, volviera a la misma ahora como un soldado más, independientemente de que lo hiciera en el marco de una renovación total del cuerpo y a través del voto popular. Pero las negociaciones existieron y el propio Alvarez las avaló con su presencia.

Se reunió con Federico Storani y se reencontró con el presidente De la Rúa en Pilar. Empero, matizó los coqueteos con persistentes negativas y alguna que otra condición para una eventual aceptación: la voluntad explícita de depurar la actividad política. En sus declaraciones referidas al tema, Alvarez dijo no tener entusiasmo de ser candidato “si no veo una voluntad explícita, fuerte, de terminar con algunas prácticas en la Argentina. Hasta ahora sólo hay tenues insinuaciones, como esto de reducir los gastos legislativos, pero no van al meollo de la cuestión”.

La rueda electoral estaba en marcha, apuntando a unos comicios de los que más adelante el gobierno se trataría de desentender, habida cuenta del resultado que presagiaban. Mientras tanto, más de uno se preguntaba si en marzo no llegaría la demorada reactivación y si Alvarez había hecho mal en irse del gobierno. En el entorno de De la Rúa esa ausencia seguía siendo celebrada y se descontaba que eventualmente habría que lograr nuevas alianzas que reemplazaran al Frepaso, pero que todo sería para mejor.

El blindaje apenas si duró el verano. Al menos eso sucedió con sus efectos, porque el dinero en sí no llegó nunca. Está dicho: ése no era el fin del acuerdo, sino generar confianza. No la tuvieron los inversores, que no volvieron al país; no la tuvo la sociedad, que siguió cada vez más malhumorada.

La cabeza de José Luis Machinea rodó en ese escenario, como una consecuencia lógica de la falta de resultados. Ese final había sido previsto cíclicamente: si no había resultados para mediados del 2000, se tendría que ir; si no los había para octubre, lo mismo; estaba “renunciado” para noviembre, pero lo salvó precisamente el blindaje. Ahora, si no se percibían visos de reactivación para marzo, no quedaba espacio para seguir probando y se imponía el cambio de nombres. Máxime cuando debería hacerse un nuevo ajuste, por cuanto el déficit seguía siendo ingobernable.

“Las cosas no resultaron porque hubo problemas mayores de lo que todos creímos, por un lado, y falta de apoyo político dentro de la Alianza para encontrar las soluciones a los problemas graves de la Argentina. El problema central fue no haber tenido la capacidad de convencer primero a la gente y después a la dirigencia política de la gravedad de la situación económica argentina a fines del 99. Nos habían dejado una bomba a punto de explotar en términos de déficit, de la deuda, y tratamos de pelear difícilmente dentro de estas restricciones. Fue una transición muy complicada, donde no se podía satisfacer la demanda política de la Alianza”, fueron los argumentos con los que Machinea trató de explicarle a la periodista María Laura Avignolo las razones de su fracaso.

Fue así que el 4 de marzo de 2001 asumió Ricardo López Murphy, el hasta entonces ministro de Defensa, a quien se le había condonado la pena por haber anunciado en tiempos de campaña que el futuro gobierno debería bajar los sueldos estatales. Cómo no perdonarlo, si el propio Machinea había tenido que hacerlo en su ajuste de mitad de año, cuando intentó podar los salarios superiores a mil pesos, aunque la Justicia terminó volatilizando esa medida.

Paralelamente a la asunción de López Murphy, De la Rúa aseguró que se cumplirían las metas pactadas con el FMI y reafirmó el sistema de cambio fijo que desde 1991 ataba el peso al dólar en una paridad de uno a uno. Pero ya el Presidente no gozaba de la adhesión de quienes lo habían votado poco más de un año atrás, la Alianza estaba partida en varios fragmentos, su principal socio ya no estaba y no había demasiado respaldo político para el ajuste por venir.

Ricardo Hipólito López Murphy se había preparado toda la vida para ocupar ese cargo, aunque más tarde algunos dirían que en realidad el hombre apuntaba no al Palacio de Hacienda, sino a la Casa Rosada. Un hombre de tradición radical, tal cual lo sugieren los nombres que le pusieron sus padres, que pretendieron homenajear con ellos a dos históricos del radicalismo como Balbín e Yrigoyen. Un hombre que estuvo en todos los detalles a la hora de pensar en su futuro político, al punto tal de desechar cargos en bancos privados, cuestión de llegar libre de ataduras el día que lo convocaran para la función pública.

El panorama económico complicado que encontró no debe haberlo preocupado tanto como la falta de respaldo político con el que contaría, tal cual no tardó en advertir. Así fue que demoró más de la cuenta en elaborar el plan que le presentaría a De la Rúa para evitar caer al vacío. Finalmente, el mismo se anunció el día viernes 16 de marzo, al caer la tarde, cuando ya los trascendidos habían preparado el terreno para el mal clima que encontrarían sus propuestas.

El ajuste que anunció López Murphy preveía un recorte en el gasto público por 1.962 millones de dólares en 2001 y 2.485 millones en 2002; esto es, ya no se hacían cuentas para lo inmediato, sino que se estaba pensando en los tiempos por venir, con precisión detallada.

El plan de López Murphy preveía la eliminación de becas y subsidios que otorgan los diputados y senadores por 10 millones en el 2001 y 14 millones en el 2002, así como la eliminación de altas pensiones graciables que otorga el Congreso por 35 millones para el 2001. Suspensión de pensiones graciables otorgadas por el Congreso (excepto indigentes) por 50 millones en el 2001 y 75 millones el año próximo. Le echaba mano también al aporte de entes cooperadores al Tesoro por 30 millones en el 2001 y 40 en el 2002, así como se reducía el presupuesto de la SIDE por 30 millones para ese año y el siguiente, y se reducían aportes del Tesoro a la caja previsional de las Fuerzas Armadas por 13 millones en el 2001 y 19 en el 2002.

El proyecto preveía economizar 50 millones cada año por ahorros de varios programas del Ministerio de Salud, y eliminaba exenciones y adecuaciones de tasas en IVA a la TV por Cable, espectáculos artísticos, cinematográficos y deportivos al 15% (la tasa aumentaba 2 puntos por año hasta llegar al 21%, y se establecía una reducción gradual de impuestos a las entradas de cine), todo lo cual significaría un ahorro de 25 millones ese año y 50 millones en el 2002.

Había dos iniciativas tendientes a colisionar en el Parlamento: eliminación de excepciones a las naftas patagónicas y del Fondo Especial del Tabaco. Y además, se preveían reducciones de Aportes del Tesoro Nacional por 100 millones de dólares cada año; eliminación de Subsidio al Gas patagónico por 75 millones ese año y 100 millones el 2002 (otro punto rechazado de plano por los legisladores sureños); transferencia al Tesoro del Fondo Especial de Salto Grande por 23 millones en 2001 y 28 millones el siguiente.

Esas fueron casi todas las medidas anunciadas por el flamante ministro, a las que habría que agregar dos referidas a la educación: sustitución del Fondo de Incentivo Docente, transferencias a institutos terciarios y de infraestructura por reasignación de otras transferencias condicionadas del gobierno nacional y/o de otros gastos provinciales, por 770 millones para el 2001 y por 919 para el 2002. Y por último, la reducción de transferencias a las universidades por 361 millones en el 2001 y otros 541 millones en el 2002.

Fue demasiado. El avance del recorte sobre el Fondo de Incentivo Docente era algo que se veía venir, por cuanto el gobierno no podía hacer frente al compromiso asumido con CTERA, pero que el recorte llegara a las universidades era algo que se contraponía contra las propias bases partidarias. Que el radicalismo se metiera con las universidades, era como si el justicialismo avanzara contra los estatutos sindicales...

Así es que el programa no cayó por los múltiples ajustes dispuestos en todas las áreas, sino por tocar un sector clave para el radicalismo. Las organizaciones universitarias anunciaron la guerra total contra ese ajuste, prometiendo que los temidos piquetes que el gobierno soportaba en puntos distantes se reeditarían en plena Capital Federal, por tiempo indeterminado. Las medidas no contaban con el respaldo parlamentario y todo el arco político se puso en contra. La oposición, por lógica; el oficialismo, por principios.

No se habló de otra cosa ese fin de semana y las medidas anunciadas no tuvieron prácticamente defensores. Cuando el lunes abrieron los mercados, quedó claro que éstos, si bien no desaprobaban el plan, descontaban su inviabilidad en ese contexto. Más allá de que nadie pueda garantizar que hubiera tenido éxito, las autoridades aliancistas nunca terminaron de arrepentirse de no haber respaldado ese plan que limitaba el ajuste a 2.000 millones, cuando lo que siguió fue sumamente peor, y desembocó en donde llegó.

Analistas de marketing, de esos que se ocupan de no dejar librado al azar ningún detalle, consideran un error haber presentado el plan ese día viernes. Debió hacerse, dicen, el domingo por la noche, y sin filtraciones previas. Otro hubiera sido el contexto entonces; se hubiera evitado el clima deliberativo de todo el fin de semana y sobre todo de ese viernes, durante el cual el Frepaso anunció su salida del gobierno. La noche del domingo podría haber sido diferente, y hasta es probable que los mercados hubieran reaccionado bien a la mañana siguiente, sin contar con el preconcepto anticipado viernes, sábado y domingo por la dirigencia... y no pocos periodistas, que meses después se quejarían públicamente por aquella actitud de los políticos, pero no por la que ellos mismos habían expuesto.

“Lo que en aquel momento faltó fue respaldo político”, recuerda Daniel Artana, uno de los que acompañó a López Murphy en su breve paso por el Ministerio de Economía, pero prefiere no circunscribir su opinión a lo que podría sonar como el llanto por lo que no fue, sino apuntar a las enseñanzas que ello puede haber dejado: “De lo que tienen que darse cuenta los políticos, para eso son dirigentes, es de las consecuencias de los caminos fáciles. En aquel momento se planteó una solución, que era costosa, pero que resolvía el problema dentro de la ley de Convertibilidad, sin tocar sueldos y salarios”.

“En realidad, había ahorros posteriores, no es que la cosa iba a ser sólo 2.000 millones -admitía Artana-. Pero en ese momento se recortarían 2.000 para el año 2001; 2.500 para el 2002... El facilismo fue lo que nos llevó primero al recorte del 13% sobre las jubilaciones, luego a salir de la convertibilidad, después al default, y después a esta tragedia económica que hemos vivido. En aquel entonces se podría haber evitado; no era fácil, había que hacer un esfuerzo, pero hoy hemos hecho un esfuerzo diez veces peor... no sé, la cuenta la veremos más adelante, cuando miremos en perspectiva. Y diremos ‘¡qué cosa! Por seguir a los que prometían tanto llegamos a esto’... Y pensar que había gente que decía que si se devaluaba se arreglaba todo, que con el default se solucionaba...”

El propio Juan Pablo Baylac, que durante el breve interregno de López Murphy no estaba en el gobierno, reconoce culpas de la clase política, al admitir “un atraso conceptual discursivo muy fuerte que sufren todas las fuerzas políticas”.

- Radicales y frepasistas nunca se sintieron oficialistas -le apuntó este autor al ex vocero gubernamental.

- La verdad es que las cosas que había que hacer para que Argentina se mantuviera inserta en el mundo, con grados importantes de competitividad internacional y con ayuda externa no eran aceptadas, no solamente por los frepasistas; tampoco por la mayoría de los radicales. Esto no era aprobado por mucha gente, y entonces el gobierno quedó absolutamente aislado. Yo creo que cometió errores, creo que debió haber bancado a López Murphy antes de incorporar a Cavallo. Esa fue la última carta que jugó el gobierno, pero lo aislaba del radicalismo definitivamente. López Murphy contenía, con conflictos, pero contenía más al radicalismo que Cavallo.

Nunca segundas partes fueron buenas

Luego de lanzar su polémico paquete de medidas, el ministro de Economía tuvo un fugaz sosiego cuando fue aclamado el sábado por la mañana en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, donde reunió al empresariado argentino. Sin embargo, el plan de Ricardo López Murphy tenía sellado su destino ese lunes, luego de haber sufrido todo el fin de semana un vendaval de críticas. Lo que era lo mismo que decir que la suerte del propio ministro estaba echada. El lo sabía, el Presidente lo sabía, y a pesar de ello se llevó a López Murphy a Chile, para una reunión de la Asamblea Anual del BID. Allí cometió el papelón de ratificar a su ministro en el exterior, mientras en Buenos Aires estaba negociando con Domingo Cavallo. De regreso a la Capital Federal, en las primeras horas de la madrugada, tras febriles reuniones, Fernando de la Rúa apareció junto al ex superministro de Menem para anunciar el ingreso de éste a su gobierno.

Fue el corolario de una serie de intensas negociaciones, al cabo de las cuales el Presidente lucía cansado y nada hacía por ocultarlo. Si hasta pudo vérselo estornudar sonora y aparatosamente, enfocado por todas las cámaras que no perdían detalle de un momento tan trascendente. La TV se encargaría después de repetir hasta el hartazgo esa imagen de un primer mandatario agobiado, incluso con su salud aparentemente deteriorada. Tan mala era ya la imagen de De la Rúa que un inofensivo estornudo lo dejaba mal parado ante la gente que poco tiempo después se enteraría de que sufría arterioesclerosis.

Fue apenas una toma fugaz de una imagen impensada apenas unos meses atrás. La llegada de Domingo Cavallo a un gobierno formado por radicales y frepasistas era una verdadera sorpresa, aunque una lectura precisa de los tiempos pasados la tornaba un tanto más factible. Hubiera sido imposible imaginarla esa noche en que el Cavallo político se desbocaba en público, enardecido tras su derrota ante Aníbal Ibarra por la Jefatura de Gobierno porteña, al grito de “tramposos, mentirosos y partisanos”, pero el tiempo todo lo borra. Y ya se advirtió aquí que su convocatoria al consejo de notables de Educ.ar había sido una señal de acercamiento, así como su comparación de De la Rúa con Sarmiento marcaba su disposición al diálogo.

Fue notorio que, elaborado el duelo por su derrota ante Ibarra, Cavallo buscó redimirse ante la sociedad iniciando en principio un cese de hostilidades con el gobierno aliancista. Aunque en realidad los mayores contactos los mantenía con el gobierno bonaerense, al que acercó a uno de sus hombres para conducir el Banco Provincia. Firme en su proyecto presidencial, Carlos Ruckauf imaginaba con singular antelación un futuro en el gobierno nacional en el que pudiera reeditar la experiencia de Menem, llevando a Cavallo como ladero, para ponerlo una vez más al frente de la economía.

De ahí que no descorchara champán cuando De la Rúa se le adelantó, llevándose él a Cavallo. Empero, el propio Ruckauf le había sugerido tiempo atrás al Presidente, en la intimidad de sus asiduos diálogos, la necesidad de poner en su gobierno a un hombre de gran credibilidad internacional como Cavallo, aunque el cargo que le estaba sugiriendo era el de canciller. El mismo que había ocupado en los primeros tramos de la administración menemista.

Durante el verano se había especulado con el eventual desembarco de Cavallo en algún puesto del gobierno, de ahí que los propios hombres y mujeres de su partido morigeraran sus conceptos respecto a la Alianza. Pero Cavallo sonaba fuerte como eventual presidente del Banco Central, desplazando a Pedro Pou, un hombre cercano a Menem que había sido recibido por la Alianza como un regalo no deseado dejado por aquel en un cargo y cuyo mandato superaba en el tiempo al de la Alianza.

Fue a lo largo de ese verano que empezó a repiquetear el escándalo sobre el supuesto lavado de dinero, y las cajas provenientes de Estados Unidos que la todavía diputada radical Elisa Carrió se encargaría de traer al país, para desenmascarar a los autores de semejantes delitos. En ese marco, Pou comenzó a ser el destinatario de todo tipo de críticas y denuncias, de ahí que se especulara con su reemplazo por Cavallo. Aunque obviamente resultaba difícil imaginar a un hombre como el economista mediterráneo en semejante cargo, sin que se tentara por manejar los hilos de la economía.

Lo cierto es que Domingo Cavallo buscó a través de la economía recomponer una imagen deteriorada en el marco de su paso por la política, aunque en el fondo, su sueño presidencial seguía firme. El ya había sido candidato a presidente en el 99, pero el resultado allí obtenido no lo afectaba demasiado, como sí lo había hecho la derrota ante Aníbal Ibarra. Precisamente en las semanas previas a los comicios porteños una pregunta recurrente, aunque soterrada, era cuál sería el futuro del ex ministro de Economía si no ganaba esa elección. Y cuando las encuestas fueron anticipando el resultado inexorable, creció el interrogante en torno del destino de quien tomaba esa experiencia como un paso previo a su coronación presidencial.

Es que Cavallo, hombre propenso a tenerlo todo calculado, nunca ocultó que pensaba pasar ocho años en la Jefatura de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires para luego intentar, en el 2007, llegar a la presidencia.

“No sé si se acaba Cavallo, pero le va a costar volver”, deslizó el encuestador Ricardo Rouvier sobre el futuro del economista, luego de que éste no llegara siquiera a la segunda vuelta, dándole un tinte de dramatismo a las expectativas cavallistas, cuyo líder era responsable de lo que muchos consideraban “haber adelantado los tiempos”. El mismo Rouvier contó que “cuando Cavallo lanzó su candidatura, alguna gente cercana a él no veía con buenos ojos ni estaba muy convencida de ese paso. Luego, se mantuvieron en silencio, y hoy esas voces habrían encontrado un argumento de crítica contra Cavallo”.

Todo quedaba supeditado al porcentaje que sacara, y en tal sentido el consultor Carlos Germano era más contemplativo a la hora de sopesar los resultados. Es que a su juicio los más de 30 puntos cosechados en esa elección eran adjudicables enteramente a su figura, cosa que lo valorizaba. Empero, admitía que quedaba demostrado que “Cavallo no está para número uno, sino para acompañar algún proyecto”.

Si bien Cavallo había acumulado en los últimos tiempos sólo derrotas electorales, a la hora del optimismo, en su entorno exponían el ejemplo de José Manuel de la Sota. “Perdió tres veces, pero finalmente llegó a gobernador de Córdoba y es fuerte aspirante presidencial”, afirmaba un hombre de confianza de Cavallo.

“No es un político, sino un economista puesto a político, y eso se nota. No tiene aptitud ni conocimiento. Yo me inclino a pensar que tiene un futuro político acotado”, definía entonces Eduardo Fidanza, de Catterberg & Asociados, quien siempre advirtió que el problema de aquel radicaba en que contaba con la adhesión suficiente como para compensar un marcado rechazo que le imponía un techo. “Despierta adhesiones focalizadas, pero contras muy marcadas. Tiene un techo y no lo puede perforar”, profetizó.

Todo un perfil del Cavallo político que se agravó a partir de su reacción desmedida tras conocerse su derrota por la Jefatura de Gobierno, en la que para muchos se mostró tal cual era. Tal vez eso hubiera sido lo que en política ya se conoce como el síndrome del cajón de Herminio Iglesias, pero en la política argentina está visto que todo se recicla.

El salvador

No fue la Alianza la que rescató a Cavallo, sino al revés; cuando mucho eso fue lo que se intentó. Era Cavallo el que llegaba para salvar a la coalición gobernante, o al menos al Presidente de la Nación. La noche que se anunció su inclusión en el gobierno no se dijo para qué cargo era, especulándose con la posibilidad de que se convirtiera en jefe de Gabinete, en lugar de Chrystian Colombo, y éste pasara al Ministerio de Economía. O bien que al Palacio de Hacienda fuera uno de sus hombres cercanos, como Adolfo Sturzenegger, un economista que precisamente había militado en el radicalismo.

También se deslizó la posibilidad de que Chacho Alvarez volviera al gobierno como jefe de Gabinete. El mismo había sugerido a través de sus contactos la incorporación de Cavallo, de ahí que su presencia en ese puesto rejerarquizado no sonaba descabellada. La propia Fernández Meijide, ya totalmente desenamorada de Chacho, lo confirmaría más tarde al afirmar que Alvarez había intentado volver al poder con el desembarco de Domingo Cavallo en Economía. “Eso no me lo contaron, lo vi yo, estuve ahí... Fui parte de esa estrategia que estaba destinada a fracasar porque había que asumir responsabilidades, pero en situaciones más débiles”.

No hubo resistencias en la Alianza para la llegada de Cavallo. Menos aún del Frepaso, cuyo líder “en el exilio” había jugado a favor de esa operación. Polos opuestos en materia política, Cavallo y Alvarez cosecharon una buena amistad cuyo origen común podría ser la aversión hacia Menem, de ahí que los frepasistas se sintieran más afines a Cavallo que lo que pudieran haber sido con López Murphy, y varios de los funcionarios de ese sector que permanecían en el gobierno delarruista retornaron a los cargos que habían abandonado luego del paquetazo del renunciante ministro.

Los radicales, en cambio, se la tenían jurada al nuevo ministro desde los tiempos en que aquel operó en el exterior contra el gobierno de Alfonsín, para que no le dieran asistencia crediticia, minando definitivamente el destino de esa administración. Pero aun encendidos adversarios como Leopoldo Moreau apagaron sus críticas, decretando un armisticio por tiempo indeterminado. Concluido el cual, llovieron las críticas radicales contra Cavallo.

Hombre cercano al Mingo, Rosendo Fraga planteó entonces que su incorporación al gobierno tenía más ventajas que desventajas para De la Rúa, aunque advertía que la incorporación de Cavallo sólo como economista podía dar la impresión de una imposición de los mercados a la Alianza, y en consecuencia precipitar escisiones en el campo del oficialismo. Así las cosas, consideraba que “una incorporación que privilegie el Cavallo sobre el economista creo que sería la forma más útil y eficaz de sumarlo al gobierno. Una que derive excesivamente de la presión de los mercados, puede agudizar los conflictos políticos dentro del oficialismo”.

Fraga solía decir lo que Cavallo pensaba, de ahí que quedara claro que quien volvía a la palestra no era el economista, sino el Cavallo político. Ese que había sacado un 10% de los votos en la última elección presidencial, y que acogía a un 30% del electorado de la ciudad de Buenos Aires. De todos modos, Cavallo no se limitó a que otros hablaran en su lugar: él mismo se encargó de remarcar que ahora era un político y que como tal ya no tenía una visión tan acotada de las cosas como suele ocurrir con los economistas. Se pensó entonces en una versión keynesiana del ex ministro de Menem, que ya había dado muestras de sus ideas cuando criticaba que José Luis Machinea estimara un crecimiento de apenas el 2%, cuando en realidad tenía que hablar -según él- del 7%.

Eso quería hacer Cavallo, levantar los ánimos e infundir con su aura una imagen de ejecutividad de la que el gobierno de De la Rúa carecía. La gente lo recibió con los brazos abiertos, por cuanto el Presidente ya había logrado fama de lento e inactivo. La posibilidad de que un hombre como Cavallo a su lado pudiera compensar esos defectos alentó las mayores expectativas y disparó la imagen del flamante ministro, que gozaba de manera especial de ese momento mágico para él.

Como con la elección para la Jefatura de Gobierno porteño, sus allegados le endilgan el gravísimo error de no haber sabido esperar, de dejarse atraer a un gobierno como el de la Alianza en el que tenía todo por perder. Pero Domingo Cavallo consideró también que tenía todo por ganar. El era tan obsesivo como ansioso y no quiso dejar pasar la oportunidad de acortar camino. Si hasta llegó a especularse con la posibilidad de que se produjera un llamado a elecciones para ocupar el puesto vacante de vicepresidente, y en tal caso el candidato aliancista no sería otro que Cavallo.

Una hipótesis capaz de hacer saltar por los aires lo que quedaba de la coalición entre radicales y frepasistas, pero en la que pensaba muy seriamente Antonio de la Rúa. Desprejuiciado y absolutamente carente de visión política, el joven que ya alternaba sus funciones de consejero presidencial con las de novio oficial de Shakira, sostenía entre sus allegados que “la clave es cerrar con Cavallo. Lo demás importa poco”.

De eso le habló a su padre durante el viaje que hicieron a Roma, donde la familia De la Rúa se entrevistó con el Papa, al que le regaló una caja de tés de hierbas y le pidió bendiciones personales y para unos relicarios, una foto de los nietos y una imagen de la Virgen María, mientras Juan Pablo II se interesaba por preguntarle al Presidente argentino qué estaba haciendo por la pobreza en su país. En rigor, De la Rúa había tomado ese viaje como una suerte de necesarias vacaciones personales, habida cuenta de lo estresante que le estaba resultando el ejercicio de la presidencia. Cómo habrá sido que a la hora de la partida, en Ezeiza, se despidió de los periodistas diciendo que se iba tranquilo porque lo dejaba al “presidente Cavallo”...

La idea de Cavallo como vice maduraba en el grupo Sushi, basada en la convicción de que la Alianza ya estaba coja, con un Frepaso que cada vez colaboraba menos, y por eso había que salir a buscar nuevos socios, más afines a la idiosincrasia presidencial. El cavallismo podía sumar un puñado de diputados que de momento podía reemplazar las fugas frepasistas, por cuanto eran poco más de una decena. Pero si se lograba cambiar el eje de las próximas legislativas de octubre sumando la elección del vicepresidente, proponiendo para el cargo nada menos que a un peso pesado como Cavallo, bien podía revertirse una carrera para la que venían retrasados.

Se ilusionaban con los elevados porcentajes de popularidad de los que ahora gozaba Cavallo, mas la jugada era riesgosa: no sólo deberían lidiar con las propias resistencias radicales, sino que podían perder y quedar un peronista elegido ya no por la ambición de los senadores sino a través de los votos en la escala sucesoria. ¿Qué poder le quedaría entonces a De la Rúa, tras lo que todo el mundo tomaría como unas virtuales presidenciales adelantadas?

Cavallo se apresuró, está dicho. De haberse reservado para otros tiempos, la eventual debacle institucional lo hubiera tomado con un porcentaje de adhesión aún más elevado y hubiera resultado el principal beneficiado del agotamiento del bipartidismo. La consecuencia de la que hubiera gozado el Frepaso en caso de no haber sido fagocitado por la UCR, hubiera quedado servida para el partido de Cavallo.

En una Argentina desencantada de los partidos mayoritarios, el del Mingo bien podría haber sido el potencial depositario de esos votos sin destino, aunque siempre tuviera que seguir lidiando con un lastre: a pesar de que mucha gente se sentía encandilada por Cavallo, eran demasiados los que lo rechazaban de plano.

En poco tiempo conocería la otra cara de la moneda. Como muchos lo habían vaticinado, caería abrazado a De la Rúa y su imagen quedaría reducida a niveles polares. Sólo la insólita detención dispuesta en su contra, a los pocos meses de ser expulsado del poder -por la causa armas, que ya había hecho correr el mismo destino a Carlos Menem-, logró darle un poco de aire y, según confió uno de sus allegados, lo devolvió al porcentaje histórico que le correspondía: un 10%.

Los superpoderes

En sus tiempos con Menem, Cavallo dispensó una atención especial hacia el Congreso, ámbito elegido para ventilar sus denuncias contra el empresario Alfredo Yabrán, y al que concurrió como pocas veces hizo un ministro para defender personalmente en ese terreno sus proyectos. Pero no por eso habrá que considerarlo un ejemplo de respeto hacia la división de poderes. Por el contrario, sin lugar a dudas podría considerarse que para el último ministro de Economía de De la Rúa el Parlamento era un ámbito hostil y molesto, sólo interesante cuando le servía para sus propios intereses. Ya sea para utilizarlo como amplificador de sus denuncias, como para postularse para diputado y medirse en una elección. Por lo demás, le sobraba.

De ahí que la primera medida que demandara en su nuevo desembarco en el Ministerio de Economía fuera lo que se conoció como superpoderes. Esa era la premisa demandada por el nuevo Cavallo para sacar a la Argentina de su recesión y fue una norma que marcó un antes y un después para el gobierno.

La ley que delegaba facultades en el Poder Ejecutivo, como se denominó a la norma más conocida como “superpoderes” ya había querido ser utilizada por Cavallo en tiempos de Menem, pero por entonces el Parlamento consideró que ya le había concedido suficiente a ese presidente. Lo que no logró Menem, lo obtuvo De la Rúa, aunque todo el mundo hablaba de los superpoderes otorgados a Cavallo. La aprobación en Diputados tuvo lugar durante un fin de semana, y a partir de entonces buena parte de las jornadas más dramáticas del Parlamento ocurrieron entre sábado y domingo, como si con ello se quisiera dar por tierra con la imagen de falta de laboriosidad legislativa.

La delegación de facultades dejó heridas abiertas en diputados. El peronismo y el Frepaso quedaron divididos en las votaciones. El radicalismo, por una vez, fue más o menos disciplinado, aunque debió soportar la renuncia formal de Elisa Carrió, quien venía mostrando sus disidencias, pero con los pies dentro del plato. De ahí tal vez que el anuncio de su renuncia, formulado por ella misma en pleno recinto, recibiera como respuesta aplausos de muchos correligionarios. No porque estuvieran de acuerdo con sus conceptos, sino por librarse finalmente de ella.

El Frepaso, a su vez, sufrió la escisión de Alicia Castro, quien se fue del bloque acusando de traidores a los que votaron la concesión de superpoderes. No fue la única, pues varios diputados de esa bancada anunciaron que seguirían su camino. De todos modos, primó la disciplina y el Presidente convocó luego a los diputados frepasistas para felicitarlos personalmente. Pero sólo concurrió a la cita la conducción del bloque, ya que no había nada que festejar, tal cual aclararon voceros del sector, con la sensación de haber ganado una batalla demasiado costosa.

Cavallo había llegado con un discurso diferente al que se le conocía; venía de criticar duramente el aumento de impuestos en tiempos de recesión, pero no tardó en aplicar sus propias subas impositivas. Logró eso sí que le aprobaran la ley de Competitividad, que aplicaba rebajas tributarias sectoriales, para incentivar la producción. Empero, la lentitud del Poder Ejecutivo para promulgar cada normativa seguía licuando el valor de tales medidas.

Rápidamente surgieron los primeros escollos. A principios de abril, la Argentina superaba en mil millones la meta de déficit fiscal para el primer trimestre, acordada en 2.100 millones, y dos semanas después el gobierno anunciaba un recorte de 300 millones de dólares en el gasto para cumplir con un déficit fiscal anual acordado con el FMI en 6.500 millones de dólares. El 18 de abril anunciaba la emisión de bonos a dos años por un total de 760 millones de dólares.

El riesgo país, que venía coqueteando con los mil puntos desde que la renuncia de Chacho Alvarez los pusiera en 900, se establecía por esos días en forma definitiva en ese nivel. Lo cual encendía las luces de alarma en todos los ámbitos, por cuanto -se decía-, una vez que se pasan los mil puntos, todo da igual.

El creador del sistema de cambio fijo comenzaba a especular con la alteración del mismo. El día después de la convertibilidad era un debate que encendía temores en una sociedad endeudada en dólares, pero que debía hacerse. O debió haberse hecho en su momento. Aunque en la materia no había medias tintas, cada vez eran más las voces que hablaban de la devaluación, obviando que eso sería como despertar a un león dormido.

Fuera del ministerio, Cavallo ya había sugerido la posibilidad de implementar una canasta de monedas, con la inclusión del dólar, el euro, el yen y el real. Eso habría alterado la relación uno a uno con el dólar, pero sin generar el terremoto económico y el empobrecimiento que desencadenó la devaluación salvaje de enero de 2002.

Cavallo fue cauto y en lugar de llevar a la práctica esa canasta de monedas, puso en marcha la convertibilidad ampliada, que incorporaba al euro en el sistema de convertibilidad monetaria argentina. Uno de los funcionarios de Cavallo, Federico Sturzenegger, explicó que la intención era “construir una moneda propia y con sustento, y para ello debemos evitar fluctuaciones y asegurarnos de que la devaluación será desechada por completo”.

Empero, no fueron pocos los que le salieron al cruce. Para la menemista Ana María Mosso, el proyecto no profundizaría, sino que adulteraría la convertibilidad, mientras que su colega Oscar Lamberto consideraba inoportuna la iniciativa y advertía sobre el peligro de debatir un tema complejo como la convertibilidad en “un país sensible a fluctuaciones de la moneda”.

En efecto, fue el peronismo el que más se opuso a alterar la convertibilidad original. Un ex funcionario menemista que por entonces ocupaba una banca en el Senado advertía que “apoyar y votar esta ley es ir contra el ADN del menemismo: la paridad peso-dólar, como camino hacia la dolarización de la economía”. En tanto, dos diputados y tres senadores de estrechos contactos con el ex mandatario, agregaban que la proyectada ampliación de la convertibilidad era “una ley para hacer barullo; no tiene valor práctico”.

“Lo que sucede es que la hiperactividad del Mingo está tapando la inactividad de De la Rúa”, sostuvieron.

Paralelamente, un grupo de diputados vinculados a Eduardo Duhalde reclamó que el proyecto que ampliaría la convertibilidad dispusiera además la protección de los salarios y haberes jubilatorios ante una eventual devaluación del peso, garantizando la estabilidad de las deudas contraídas en dólares. La entonces diputada Graciela Camaño, quien un año más tarde sería ministra de Trabajo de Duhalde en la Argentina post-devaluación, argumentaba que la cláusula impulsada por el peronismo protegería a los trabajadores y a los jubilados de cualquier sobresalto que pudiera tener la moneda. “Los sectores más desprotegidos de la sociedad realizaron muchos esfuerzos en los últimos años y no están en condiciones de soportar una nueva caída en sus salarios”, agregaba, mientras otros legisladores reclamaban cláusulas para los deudores en dólares.

¿Qué opinaba el hombre que como ministro de Economía implementó más tarde la devaluación? Jorge Remes Lenicov, por entonces diputado, prefería darle recomendaciones a Cavallo, señalando que había llegado “el momento de ponerse las pilas para aumentar el control de la evasión y reducir el gasto y hacerlo más eficiente”. En tal sentido le advertía al ministro que podría pasarle lo mismo que a Machinea, quien a los pocos días de asumir anunció un aumento de impuestos que afectó mayoritariamente a la clase media e impidió una salida de la recesión.

De todos modos, y a pesar del gran debate generado en torno de la ampliación de la convertibilidad, la misma no implicaba variación alguna del peso, en tanto y en cuanto el euro siguiera valiendo menos que el dólar: la nueva paridad recién entraría en vigencia una vez que la moneda europea alcanzara a la norteamericana, cosa que estaba bastante lejos en el tiempo. Entonces el euro valía U$S 0,85 y nadie podía dar precisiones sobre cuándo se igualarían las monedas, si ello realmente ocurría alguna vez. El mismo día en que eso sucediera, el Presidente de la Nación debería emitir un decreto lanzando el nuevo sistema, como requisito para que la Convertibilidad II entrara en vigencia.

Y de hecho sucedió el 15 de julio de 2002, un lunes negro para los mercados mundiales, en el que por primera vez el euro superó el valor del dólar, ayudado por la debilidad de Wall Street, la ola de escándalos financieros que sacudían a los Estados Unidos y los inciertos pronósticos sobre la recuperación de la moneda norteamericana. Aunque claro está, ya no hubo decreto presidencial alguno, ni convertibilidad que existiera.

“Si Domingo Cavallo fuera ministro de Economía, desde hoy ya no existiría más el sistema de convertibilidad entre el peso y el dólar que rigió desde 1991, y en cambio entraría en vigencia una convertibilidad ampliada compuesta en iguales proporciones por el dólar y el euro”, señaló nostálgico un día después el diario Ambito Financiero, que recordó que “las ambiciones de Cavallo de una salida ordenada de la convertibilidad a través de una canasta de monedas se desplomaron el 3 de diciembre de 2001, cuando ordenó bloquear el dinero depositado en los bancos, lo que luego le costó su renuncia y la de todo el gobierno”.

El Fondo Monetario Internacional criticó de entrada la intención de alterar la convertibilidad. En uno más de sus giros referidos a la economía argentina, el 27 de abril recomendó -¿advirtió?- que la Argentina no debería modificar su sistema de cambio. Más tarde llamaría la atención que criticara la obsesión de nuestras autoridades por aferrarse a la convertibilidad...

Una nueva alianza

La aprobación de las facultades especiales en la Cámara de Diputados fue un botón de muestra de la nueva alianza parlamentaria que estrenó el gobierno desde la llegada de Cavallo. A duras penas logró el voto de todos los legisladores radicales -menos dos-, y consumada la previsible división frepasista, el Ejecutivo contó con la ayuda de lo que podría ya definirse como el neo-oficialismo: los diputados de Acción por la República.

Para conseguir finalmente los votos necesarios para darle al PEN -léase Cavallo- los superpoderes por un año, el oficialismo tuvo la colaboración no tan impensada de quince diputados menemistas y la siempre presente de los diputados provinciales, que habitualmente terminan inclinando la balanza en favor del oficialismo de turno.

Pero ésa fue una situación especial, claro está. Lo cierto es que la nueva alianza gobernante -por lo menos a nivel parlamentario- se pudo advertir más claramente ya no en el recinto, sino en el marco de una reunión de la Comisión de Previsión Social, donde los frepasistas disidentes y el justicialismo intentaron emitir dictamen favorable para derogar el polémico decreto previsional.

Horas antes del encuentro, los rebeldes del Frepaso habían mostrado los dientes cuando en una conferencia de prensa anticiparon sus intenciones de llevar el tema al recinto; contaban para ello con la certeza de que la anuencia justicialista les permitiría lograr los votos suficientes. Pero en la comisión se encontraron con “la nueva alianza”, que impuso su postura de postergar el tratamiento del despacho de la discordia. De tal manera, el oficialismo logró su propósito, al imponerse con 11 votos contra 8 de los frepasistas disidentes y el PJ.

¿De quiénes eran los 11 votos que respaldaron el deseo oficialista? Del radicalismo, el cavallismo y los partidos provinciales. Con lo cual, quedó confirmado que el gobierno ya reemplazaba con sus nuevos socios de Acción por la República a los irremediablemente perdidos frepasistas.

Claro que no eran tantos los votos que el cavallismo podría sumar: apenas 10. Eso sí, uno más que los nueve que la Alianza perdió en un solo fin de semana con la salida de los frepasistas rebeldes, que oficializaron finalmente una actitud que en los hechos venían manifestando cada vez con mayor frecuencia a la hora de votar algo importante.

En rigor, los frepasistas rebeldes eran más de los 9 escindidos, ya que cada votación complicada encontraba entre 15 y 16 miembros de esa agrupación en la vereda contraria del gobierno. Por eso se vislumbraba que las fugas continuarían en el futuro. De todos modos, en el Frepaso se resistían a hablar de fractura, por cuanto en realidad la misma no se había concretado, de momento. Sucede que los frepasistas ni siquiera confirmaron haberse ido de la Alianza, sino que anunciaron que a partir de entonces votarían “en autonomía de la expresión legislativa de la nueva alianza del gobierno”. En la práctica, seguirían repitiendo lo que habían hecho hasta ahora...

“Los que se fueron del Frepaso son ellos”, dijo en privado uno de los frepasistas ubicados entre los halcones de la disidencia, al justificar su actitud, con referencia a los que se mantenían alineados con el gobierno.

Concretado el blanqueo de la disidencia frepasista, los radicales no eran los más preocupados, sino los hombres del Frepaso que se mantenían dentro de la Alianza y veían de esta manera menguado su potencial y poder de negociación. Es que ya habían sufrido en su momento la salida de los socialistas democráticos (4) y perdieron otras bancas por ir a ocupar puestos ejecutivos, con lo que su número se vio menguado a 32. A éstos había que restar ahora a 9 disidentes y Alicia Castro. Quedaban 22 que -para colmo- no siempre terminaban votando en consonancia con los deseos del gobierno. Los socialistas populares, por ejemplo, solían hacerlo codo a codo con la disidencia, aunque se proclamaran oficialistas.

En consecuencia, cada vez se le hacía más difícil a Darío Alessandro conducir un bloque aliancista que justamente cojeaba en la pata correspondiente a su partido. ¿Hasta cuándo podrían resistir entonces con argumentos valederos la eventual apertura de listas para el cavallismo de la que ya se hablaba con vistas a octubre? O bien negociar en igualdad de condiciones el armado de listas para octubre.

Mientras tanto, veían de reojo la proximidad de sus socios con Acción por la República. Aunque su único alivio era que los propios radicales no querían saber nada con compartir listas con el cavallismo, tal vez por aquello de “más vale malo conocido...”

La esquizofrenia que afectaba a la coalición gobernante quedaba claramente expuesta con los tejes y manejes que se daban de cara a las elecciones de octubre. Por un lado, los frepasistas sabían que deshaciendo su sociedad con los radicales quedaban perdidos en el desierto, por cuanto ahora carecían de figuras que les permitiesen hacer una buena elección en cada distrito. Lo que más les convenía entonces -y fue lo que hicieron- era seguir juntos al menos hasta octubre, obligando a que se respetaran -sobre todo en Capital y provincia de Buenos Aires- los acuerdos para repartir igualitariamente los lugares en las listas sábana.

Así sucedió. Fueron juntos a la elección e inmediatamente después muchos de los elegidos formalizaron su alejamiento de la Alianza. Una coalición que tan carente estaba de conducción que ni esa situación supo prevenir.

Con el cavallismo se dio otro ejemplo de la esquizofrenia de la que hablábamos. En la Alianza decididamente no querían saber nada con blanquear la relación incorporándolos a sus listas, salvo el Presidente, que -influenciado por su entorno personal- alentaba esa alternativa, aunque sin fuerza para imponerla. Las negociaciones de los cavallistas seguían adelante en cambio con el justicialismo en varios distritos. Así las cosas, se daba la paradoja de que el principal funcionario del gobierno -fuera del Presidente- terminaría votando en octubre listas de la oposición...

El acuerdo formalizado con Duhalde en la provincia de Buenos Aires no pasó desapercibido por los más atentos. Es que el mismo no otorgaba demasiados lugares para el partido de Cavallo, Acción por la República. Los interrogantes que ello abría eran planteados en términos bursátiles, afines a las características de un economista devenido a político como el ministro de Economía. “Si Cavallo piensa que va a lograr revertir las cosas y sacarnos de la recesión antes de octubre, si sabe que para entonces sus acciones van a cotizar muy bien, ¿por qué arregla ahora?”, se preguntaba preocupado un hombre de la oposición. La respuesta confirmaba todos los temores: porque presagiaba que para octubre las cosas estarían aún peor.

Déficit cero

La economía jamás logró enderezarse. Ni cerca estuvo. Cada expresión política servía para echar más nafta al fuego, como cuando Carlos Menem aparecía públicamente el 20 de abril recomendando comprar dólares. Demasiado, para los nervios ya de por sí sensibles de los argentinos. Mientras tanto, en el Parlamento avanzaba el trabajo de una bicameral que investigaba nada menos que al presidente del Banco Central, Pedro Pou, en una combinación explosiva que se sumaba al tema del lavado de dinero que había arrancado cuando el último día de febrero el Senado norteamericano emitía un informe sobre ese delito en la Argentina, donde se aseguraba que no había antecedentes en el mundo de semejante movimiento de capitales sin control. El mismo había tenido lugar, qué duda cabía, durante la última década.

Se puso al frente de la comisión legislativa que investigó el lavado de dinero en la Argentina precisamente a quien había sido una de las fuentes de información de los senadores norteamericanos, la diputada chaqueña Elisa Carrió, quien todavía formaba parte de la bancada oficialista y como tal pasó a presidir la comisión. En sus investigaciones se habló de una cifra aproximada del lavado que rondaba los 5.000 millones de dólares, lo cual fue deliberadamente emparentado con el diez por ciento del valor total de las privatizaciones concretadas en la década menemista.

Esa fue una prueba de fuego para la legisladora que al poco tiempo pasaría a liderar Alternativa para una República de Iguales (ARI), por cuanto se aguardaba que por una vez se lograran elementos de prueba concretos de la corrupción en la Argentina. Pero la comisión investigadora era demasiado heterogénea y había allí más intereses personales que deseos de llegar a la verdad. Al cabo de un tiempo y de una investigación demasiado complicada, exenta quizá de rigurosidad, perlada de problemas de cartel y de críticas personales, no pudieron ponerse de acuerdo para firmar los dictámenes finales, suscribiéndose a la postre tres trabajos diferentes. Durante la misma, Carrió priorizó el individualismo, al punto tal de llevarse cajas de documentación a su domicilio particular, en el que se desarrolló buena parte de la investigación.

La presentación del informe de Elisa Carrió se hizo el 10 de agosto, en un marco más parecido a un acto partidario que el que la seriedad del tema exigía. Se realizó en el Salón de Pasos Perdidos y junto a la legisladora chaqueña aparecieron más diputados que los que el ARI ya sumaba, figurando varios del Frepaso y del propio peronismo. Los cuales, como era previsible, se sumaron al ARI antes y después de las elecciones de octubre.

Al margen de ello, el informe involucró a figuras como Carlos Menem, Alberto Kohan, Domingo Cavallo y Chrystian Colombo, entre otros. Empero y como era fácil prever, jamás nadie fue preso por el tema.

Ya fuera del poder, al hacer su descargo ante el Tribunal de Etica del Colegio Público de Abogados de la ciudad de Buenos Aires ante el que había sido denunciado por haber incumplido la Constitución Nacional, Fernando de la Rúa sumó a la diputada Elisa Carrió en la lista de responsables de su caída. “Las denuncias de enero de 2001 sobre lavado de dinero de la diputada del ARI Elisa Carrió, aunque nunca se probaron, iniciaron un clima de incertidumbre para ese año”, sostuvo en el escrito. “En vez de atacarme a mí, que le pregunte a Colombo, que él de sistemas financieros conoce”, le respondió Carrió.

Meses después, en la primera nota -aunque no reportaje- del ya ex presidente sobre las razones de su caída, insistió en el tema de las denuncias de Carrió, señalando que se habían montado en razón de sus odios y peleas recíprocas con el banquero Raúl Moneta y algunos medios de comunicación que potenciaron el escándalo.

Al margen de ello, fue De la Rúa quien echó a Pedro Pou del Banco Central el 25 de abril de 2001, y puso en su lugar a Roque Maccarone. En los meses siguientes, durante los que se produjo la corrida bancaria que devino en el corralito, diversos medios sostuvieron en forma elogiosa que Maccarone brindó una asistencia a los bancos que evitó que más de uno cayera, cosa que no hubiera hecho Pou. La pregunta sin respuesta es si el desmadre del sistema financiero se hubiera evitado en caso de no haberse alterado la autonomía del BCRA y Pou hubiera seguido al frente del mismo.

El problema de la Argentina no era solamente el déficit, sino la deuda y sobre todo las elevadas tasas de interés a las que el país se veía obligado a pagar, conforme su ubicación al tope de la tasa de riesgo país. Ya visiblemente nervioso, Cavallo advirtió que no estaba dispuesto a pagar tasas usurarias y comenzó a pelear contra los que definió como “los buitres del mercado”.

Empero, el 3 de junio confirmó el megacanje de bonos de la deuda pública argentina por 30 mil millones de dólares a tasas de hasta un 16% anual. Básicamente se trataba de propuestas donde se fijarían los precios a los que estaba dispuesto el mercado a entregar sus papeles al gobierno, a cambio de los nuevos papeles que emitiría el país. El gobierno no llegaba muy bien parado a esa instancia, ya que cuando un mes atrás había hablado por primera vez oficialmente el canje, apostaba a que al momento de hacer efectiva la operación el riesgo país debería llegar a los 740 puntos, cosa que distaba de los mil puntos en los que oscilaba permanentemente. Empero, los inversores y analistas sostenían que la tasa de interés ya no era determinante para medir si para la Argentina la operación era o no exitosa. El canje se hacía para que el país no cayera en cesación de pagos -explicaron-, así que contra eso cualquier precio es barato...

Empero, se advertía que si después de esa operación el gobierno no daba señales claras y precisas de que aplicaría todas las medidas que el mercado le reclamaba para que la recesión terminara de una vez, ese mismo mercado castigaría rápidamente a los papeles argentinos, tal cual había hecho meses atrás con el blindaje.

El peronismo encendió las luces de alarma de inmediato. Cabeza visible de las críticas al megacanje el todavía diputado justicialista Mario Cafiero -un laborioso e inteligente legislador que se pasó al ARI una vez estuvo convencido de que Eduardo Duhalde lo dejaba afuera de la lista para diputados por la que pretendía la reelección- llamó la atención sobre eventuales perjuicios de esa operación. De entrada se preguntó acerca de diferencias entre la información oficial suministrada en inglés y en castellano sobre cantidades de bonos emitidos y rescatados, y advirtió acerca de posibles maniobras especulativas de arbitraje que se podían generar, sostuvo, a raíz de que parte del canje se realizaría en forma diferida.

La inefable Elisa Carrió continuó con la polémica en torno del megacanje, al que llamó “el robo del siglo”, considerando que se trataba de “un plan criminal, porque supone que primero se privilegie el pago de la deuda y porque pone al país en imposibilidad de pago”.

Entre las irregularidades apuntadas en torno al mecaganje se denunció que se habían pactado tasas de interés entre Cavallo y su amigo David Mulford, totalmente beneficiosas para los bancos extranjeros. Esas denuncias se prolongaron en el tiempo que la Alianza permaneció en el poder y fueron in crescendo a medida que se aproximó el desenlace. En ese marco se dieron denuncias de espionaje por parte de la SIDE y Mario Cafiero redobló sus presiones contra el ministro Cavallo, de quien dijo que no le quedaban muchos días en el gobierno, por cuanto “estamos llegando al final de una etapa”. El diputado habló de la existencia de una cuenta del ministro con un empresario al cual “le dio un negocio como el megacanje, que no sólo era oscuro y turbio, sino que además provocó el corte del crédito para el país”. Argumentó incluso que había testimonios que afirmaban que Cavallo participó de reuniones posteriores a la presentación de ofertas de títulos donde fueron retocados, y que estuvieron en esos encuentros banqueros como Eduardo Escasany (titular del Galicia) y representantes del Banco General de Negocios y del Credit Suize.

Como se ve, al hablar del corte del crédito y de los últimos días de Cavallo nos adelantamos en el tiempo. Es que al ministro aún le quedaban algunos ases por jugar y el desbarranque total de la economía argentina tuvo varios escalones previos.

Los momentos de euforia e ilusión del gobierno duraban nada, y el 10 de julio -apenas una semana después de implementarse el citado megacanje- el ministro Cavallo anunciaba que se llevaría a cero el déficit público mediante recortes del gasto. La política de déficit cero era una decisión que los sectores más ortodoxos de la economía venían demandando de parte del gobierno hacía tiempo, a través de sus operadores mediáticos, y que significaba llevar el ajuste a niveles imprevisibles, por cuanto implicaba cortar de cuajo todos los gastos. Fue ingresar de golpe a un nuevo panorama, quedando de lado las políticas activas con las que había llegado Cavallo al gobierno, aunque las razones parecían contundentes: el cierre de los grifos del crédito obligaba a ello, en función de las tasas de interés astronómicas que se aplicaban sobre el dinero destinado a la Argentina.

El riesgo país ya era una pesadilla y superaba holgadamente el tope de los mil puntos, escalando el 10 de julio a 1.221. Ese día, en la Bolsa de Comercio, Domingo Cavallo anunció la intención de ir hacia el déficit cero, tanto en la Nación como en las provincias. Pero un día más tarde sería más preciso y anunciaría rebajas salariales para los empleados públicos y jubilados, de entre el 8% y el 10%, variando el recorte todos los meses, sobre la base de cuanto se recaudara.

Quedaba claro que López Murphy había sido, dos años atrás, todo un visionario.

El anuncio del déficit cero no apaciguó a los mercados; el riesgo país siguió creciendo, llegando a los astronómicos 1519 puntos el 12 de julio; tres días después, el presidente De la Rúa daba más precisiones sobre el recorte a los sueldos estatales y las jubilaciones, situándolo en el 13%.

Una vez más las presiones se trasladaron al Parlamento, donde había que dar cobertura legislativa a un nuevo ajuste, y nuevamente diputados y senadores debían trabajar bajo presión. Era votar lo que el Poder Ejecutivo demandaba, o la Argentina se quedaba fuera del mundo. Otra vez los ojos de los mercados internacionales -siempre prestos a sacarle a la Argentina la tarjeta roja- contemplaban al Congreso argentino para ver qué concepto tenían de la responsabilidad, y una vez más -a regañadientes- los legisladores darían la aprobación en el marco de maratónicas sesiones celebradas durante otro fin de semana. En el ínterin, eso sí, consiguieron subir la base del ajuste: el piso de los salarios alcanzados por el recorte fue de 1.000 pesos, mientras que las pensiones inferiores a 500 quedaron también exceptuadas.

Empero, como siempre, los mercados seguían sin conmoverse por las muestras de resignación del Parlamento argentino: el riesgo país sólo bajaba para pegar después un nuevo salto, y las previsiones quedaban limitadas al cumplimiento del país. En busca de generar convencimiento sobre las posibilidades de concreción de la nueva política aplicada, se buscaron ejemplos externos, y así se dio gran difusión al hasta entonces desconocido -por los argentinos- milagro irlandés. Se habló de un país sorprendentemente parecido a la Argentina en materia fiscal y del gasto, que de buenas a primeras decidió autoimponerse el déficit cero como alternativa de hierro, consiguiendo la panacea de elevar su PBI, el estándar de vida y reingresar al concierto de las naciones.

Claro que para ello debió mediar un acuerdo entre las fuerzas políticas, de esos que constantemente se impulsan en la Argentina bajo el título de “concertación” y que acá jamás llegan a destino alguno. Se obvió hacer hincapié en las diferencias culturales y sociales entre uno y otro país. El milagro era posible, pero la diferencia entre unos y otros actores de semejante emprendimiento eran abismales, como también el contexto: Irlanda no debió ingresar al déficit cero por la ventana, expulsada del mundo como la Argentina. Ni habitaba un espacio del mundo lejano de la mano de Dios, como nuestro país, sino que estaba incrustada en Europa, bajo la protección del Reino Unido.

Igual, la ilusión del déficit cero fue asumida con la típica secreta esperanza de los argentinos: la de que a la postre los organismos de crédito reconocerían sus buenas intenciones, al margen de que no pudieran ser concretadas.

- ¿Qué pasa si el Parlamento no da el visto bueno? -le preguntó este periodista a Juan Pablo Baylac, previo a uno de los tantos ajustes que debió aprobar el Congreso durante esos tiempos en que debían legislar bajo presión.

- El default, la devaluación, el fin del mundo -se limitó a responder el todavía diputado oficialista, uno de los pocos que se animaban a salir a defender las decisiones oficiales. Actitud que lo llevó a asumir luego como vocero del gobierno.

Ya entonces se hablaba del fantasma de las tres D que se cernía sobre la Argentina: default, devaluación, dolarización. Baylac habló de las dos primeras, pero a la hora del balance hizo hincapié en los tironeos registrados entre los devaluadores y los dolarizadores.

Habló de la visión devaluadora, que “ya en la campaña electoral se había presentado en escena con el propio Duhalde como candidato, que entre otras cosas fue sancionado -electoralmente- porque la gente lo visualizaba como el hombre que iba a devaluar; la actitud del gremialismo encabezado por Moyano, procurando realizar cuanto acto fuera factible para impedir el proceso productivo, la estabilidad y la tranquilidad, y además el reclamo permanente del sector sindical, tanto de Moyano como de los Gordos (la CGT oficial) y demás por la devaluación... Del otro lado estaban Menem y sus equipos con la dolarización. Y en el medio, el gobierno, intentando manejar la tesis de que era factible sostener la convertibilidad, o la estabilidad, porque cada vez que se ponía a analizar la devaluación veía que las consecuencias eran trágicas, como hemos visto, y que la dolarización era una instancia que iba a ocurrir en tanto y en cuanto la convertibilidad se quebrara. Yo estoy convencido de que Cavallo, previo al corralito, previo a esas corridas bancarias, tenía una visión dolarizadora de la economía, a partir de la propia decisión de haber creado por ley el famoso factor de convergencia para favorecer a las exportaciones”.

La segunda etapa de la reestructuración de la deuda estaba en marcha, y el presidente De la Rúa aseguraba que la participación en la misma sería voluntaria. Empero, las calificadoras de riesgo que tenían a maltraer al país Standard & Poor’s y Moody’s advertían que podrían calificar a la Argentina en situación de suspensión de pagos técnica si los tenedores de bonos perdían dinero en el canje de deuda voluntario planeado por el gobierno.

Y de hecho así lo hicieron. En efecto, el acto político de Rodríguez Saá en el Congreso no tuvo mayor incidencia práctica para las calificadoras de riesgo, que ya habían puesto a la Argentina en default, luego de que ésta incurriera en el no pago a través de canjes compulsivos.

Fines de octubre y el riesgo país estaba por la estratosfera, superando los 2.000 puntos.

Cavallo, en tanto, buscaba alternativas para generar confianza interna y promovía una suerte de aumento salarial reduciendo los aportes jubilatorios del 11 al 7%, despertando una nueva reacción de las AFJP que ya venían quejándose porque el ministro había echado mano a sus fondos.

Con un riesgo país rozando ya los 3.000 puntos, el 19 de noviembre el gobierno inició la masiva reestructuración de su deuda pública. Dos días después, el Ministerio de Economía decidía prorrogar una semana el plazo de los tenedores locales de títulos para presentarse al canje de deuda, y unos días más tarde retrasaba de nuevo el plazo hasta el 7 de diciembre para que los inversores minoristas pudieran participar plenamente.

La convertibilidad, ese plan que Argentina había abrazado con entusiasmo como método eficaz para derrotar no ya a la híper, sino a la inflación en sí, corría peligro de muerte. Las razones eran elementales. El sistema imponía la necesidad de contar con reservas en dólares equitativas a la cantidad de pesos circulantes. Durante los primeros años de implementada, se sostuvo a través de los fuertes ingresos de capitales por las privatizaciones; después, el déficit fue cubierto con créditos internacionales que engrosaron la deuda externa. Cerrado el grifo de los créditos, no había manera de sostener la convertibilidad, si se gastaba más de lo que ingresaba.

Ya a lo largo de todo el año 2001 se venía hablando de su final, con todo lo que ello conllevaba. La alternativa era simple: devaluación o dolarización, aunque muchos sugerían las dos instancias juntas y consecutivas. Precedidas incluso de la cesación de pagos. En definitiva, la suerte de la convertibilidad estaba para muchos echada, incluso para millones de ahorristas pequeños que, aliviados, descontaban que el hecho de mantener sus plazos fijos en dólares los eximía de cualquier peligro.

Acuciados por un mar de versiones, esos ahorristas salieron el último viernes de noviembre de 2001 a vaciar los cajeros automáticos. Los bancos se vieron colmados de miles de personas conducidas por el pánico, que acompañaron tarde la corrida que por montos mucho más elevados venía dándose desde marzo. Ese viernes, Domingo Cavallo cometió el segundo error más caro de su vida política -el primero fue sin duda sumarse al gobierno de De la Rúa-, al imponer un cerrojo financiero que -lejos de aliviar- sus sucesores agravaron. Al imponer lo que más tarde se conocería internacionalmente como “corralito”, Cavallo hirió de muerte el principal activo de las entidades bancarias: la credibilidad. Y con ello, al propio gobierno al que había llegado para salvar.

Pero todavía faltaba más. El 3 de diciembre fue la fecha en que se decidió limitar a 250 dólares la cantidad semanal que podría retirar cada ciudadano de su cuenta bancaria, a fin de evitar la fuga de capitales. Dos días después, el FMI dio el golpe de KO no ya a Cavallo y De la Rúa, sino a la Argentina. Una misión del organismo acababa de analizar en Buenos Aires las cuentas públicas y la conducción del Fondo resolvía suspender el desembolso de 1.264 millones de dólares previstos para diciembre, al considerar que el país no había cumplido con los compromisos adquiridos con el organismo multilateral: a pesar del fuerte ajuste fiscal, de los impopulares recortes aplicados sobre salarios y pensiones, el gobierno no había logrado mantenerse dentro del déficit pautado de 6.500 millones.

Sobre la base de lo informado por la misión, la gerencia del Fondo decidió no ampliar la línea de crédito para la Argentina, asegurando en un comunicado que “no puede en este momento recomendar que se complete la revisión del programa apoyado por el FMI”.

El Banco Mundial y el BID congelaron a su vez los préstamos de 1.230 millones de euros, pero Cavallo ya tenía suficiente con la crisis bancaria desatada, y disponía ampliar a mil pesos por semana la cantidad de efectivo que podían sacar los argentinos, que no salían de su asombro, bancarizados de la noche a la mañana. ¿Querían Primer Mundo? Ahí lo tienen: si las propias clases media y alta se quejaban de tener que depender de las tarjetas de débito, ni qué decir de los pobres que ni idea tenían del dinero electrónico. Súbitamente el país dejó de moverse con efectivo y los billetes contantes y sonantes pasaron a ser un tesoro digno de ser conservado a ultranza. Lejos quedaban los llamados oficiales a gastar...

El ministro de Economía dispuso limitar a 10.000 dólares el máximo que podía ser sacado del país y al día siguiente admitía públicamente el ingreso de Argentina en una virtual suspensión de pagos, trasladándose urgentemente a Washington para negociar con el Fondo Monetario Internacional la concesión de un préstamo que ya habían negado. El FMI lo vio venir anticipando su respuesta negativa, sugiriendo de paso que la Argentina devaluara, precisamente cuando en abril pasado -como se ha dicho- recomendaba que la Argentina no modificara su sistema de cambio, cuestionando la inminente aprobación de la convertibilidad ampliada.

El 13 de diciembre, el sindicalismo lanzaba una huelga general contra las restricciones bancarias. Un día después, el viceministro de Economía, Daniel Marx, el hombre que había capitaneado la negociación de la deuda desde tiempos inmemoriales, dimitía por motivos personales. Ese mismo día, la Argentina cancelaba, utilizando reservas, 700 millones de dólares en obligaciones, evitando el default. Empero, el FMI lejos estaba de conmoverse y exigía al gobierno un Presupuesto 2002 “creíble”.

La administración delarruista vivía una carrera contrarreloj en la que se le iba la vida. Las garantías dadas por la oposición a que el Presupuesto tendría tratamiento inmediato habían aliviado los semblantes de los funcionarios, aunque ello no era sinónimo de que el resultado de la ley de leyes fuera el ansiado por el gobierno. Una cosa era que lo trataran y otra que el Presupuesto fuera aprobado como se deseaba. Y no quedaban dudas de que la vida de la administración De la Rúa estaba atada a la suerte que el proyecto tuviera en el Parlamento.

Así lo entendían los habitantes de la Casa Rosada y el Palacio de Hacienda, que -tal cual se ha señalado aquí- acostumbraron al Parlamento durante sus dos años de gestión a presentarles situaciones terminales que debían ser rubricadas por sus miembros prácticamente a libro cerrado. No era lo que el peronismo quería hacer ahora con el Presupuesto, aunque Domingo Cavallo los intimara con sus advertencias.

El gobierno había llegado a la conclusión de que de la sanción del Presupuesto dependía el tan ansiado desembolso del Fondo, el mismo que lo había dejado a las puertas del default. Los 1.200 millones eran aguardados precisamente para aventar el fantasma de la cesación de pagos, el principal objetivo de la administración delarruista en los últimos días de su naufragio.

En el pensamiento de Cavallo la idea era ir superando paso a paso al menos dos de las tres “D”; en este caso, las del default y la devaluación. La tercera, la de la dolarización, no era una alternativa deseada por el ministro, pero sí asumida a pesar de las resistencias de casi todo el arco político.

Contra ello, una de las promotoras de la dolarización, la diputada menemista Ana Mosso, había advertido con una sonrisa: “Si las cosas siguen así, la dolarización la va a pedir la gente a Plaza de Mayo”.

El Presidente se había encargado de aclarar que no habría dolarización forzosa. Conforme a ello, el jefe del Palacio de Hacienda pensaba en un ordenado cambio de moneda. Esto es, seguir avanzando hacia la moneda norteamericana estableciendo normas puntuales, como la que el 3 de diciembre había transformado en dólares los depósitos de todas las cuentas bancarias. La idea que predominaba en las autoridades de Economía era entonces no imponer la dolarización de un plumazo, como había hecho con la bancarización, sino continuar el paulatino camino en esa dirección.

La pregunta del millón era si había dólares suficientes para hacerlo. Las reservas del Banco Central oscilaban en 19 mil millones, lo cual habilitaría la alternativa dolarizadora, aunque la fuga de divisas que continuaba en los bancos conspiraba contra esos planes. Quienes militaban en la vereda opuesta a la dolarización advertían que si se transitaba ese camino, tendrían que incautar los plazos fijos, habida cuenta de que ascendían a 60.000 millones de pesos, y si bien habría moneda suficiente para reemplazar el circulante, no alcanzaría para lo que había en los bancos.

Eso decía el radical Leopoldo Moreau -ya vuelto al rol de adversario de Cavallo-, quien se oponía firmemente a la dolarización y propugnaba, por el contrario, la devaluación, juntamente con el resto del radicalismo bonaerense que comandaba y el PJ del mismo distrito.

Fuentes oficiales consultadas admitían esta situación como un problema y con ello la posibilidad de canjear en ese caso depósitos por bonos, en una medida similar a lo que había sido el Plan Bonex de Erman González.

Enemigo de lo que definía como “el modelo”, Moreau sostenía que una dolarización “significaría una caída del salario real, la cristalización de la distorsión de los precios relativos y dejaría intactos los problemas estructurales de la economía argentina”. Tal vez el legislador bonaerense no imaginaba que la devaluación que se venía superaría el 300%, llevando los salarios argentinos al nivel de los asiáticos, en términos internacionales comparativos, y la inflación se dispararía pese a la inmovilidad de los sueldos.

El diputado duhaldista Jorge Remes Lenicov, quien un mes más tarde sería el ejecutor de la devaluación, venía advirtiendo que no aprobaría una dolarización, por considerar esa alternativa “tan mala” como el default.

“El default es pésimo, pero la dolarización es igual de mala, porque perdemos de por vida el instrumento de política monetaria y cambiaria, perdemos el banco de última instancia y es posible que haya corrida de depósitos”, auguraba por esos días.

La comparación recurrente era con Ecuador, un país que había dolarizado en los tiempos recientes y pese a ello seguía firme con un riesgo país elevado y su economía no había mejorado demasiado. “Pero lo hizo en la peor condición -aclaraba Ana Mosso-. Dolarizó después de devaluar y entrar en default; eso es un desastre. La dolarización de la que estamos hablando significa, primero, no devaluación y sí dolarización, y sí déficit fiscal cero. Pero si se siguen tomando malas decisiones, vamos a la dolarización impuesta por las circunstancias, como sucedió con el déficit cero”.

Al margen de esas disquisiciones en torno de la dolarización que no fue, todas esas alternativas estaban atadas -como se ha dicho- a la suerte del presupuesto. Sin proyecto aprobado, había que olvidarse de una ayuda del Fondo y sin ella se conocería el abismo del default.

Aunque si se conseguía ese dinero y se lograban sortear los vencimientos de febrero de 2002, habría que ver cómo se hacía para cumplir con los elevados montos que se deberían saldar en marzo y mayo de 2002. Era la historia de nunca acabar...

Triste, solitario y final

Nada mejor que el título de Osvaldo Soriano para referirse al epílogo de Fernando de la Rúa. Aunque bien podría utilizarse el mismo para lo que fue todo el paso de ese hombre al que alguna vez Raúl Alfonsín definiera como “la derecha el radicalismo”. La frase pronunciada por De la Rúa en los últimos tramos de su mandato define claramente lo que fue su gestión y lo que él pensaba de la misma: “Vivo apagando incendios”.

Podría decirse que Fernando de la Rúa vivió el ejercicio del poder al mejor estilo radical -según sus detractores-: con sufrimiento. Diferencia sustancial con los peronistas, que disfrutan plenamente del poder, de ahí su avidez para hacerse del mismo.

Pero, al margen del mal momento histórico en el que le tocó ejercer la presidencia, habrá que admitir que De la Rúa forjó su destino allí, con una cadena de errores y falta de ejecutividad y destreza que edificaron su derrota.

Al mes de asumir, su ministro de Economía anunciaba el final de la recesión y pronosticaba un crecimiento para el año 2000 del 4%. De la Rúa afirmaba, en tanto, que estaba sacando al país del borde del abismo. Dos cosas que la historia registrará como erróneas: el crecimiento fue negativo durante toda la gestión aliancista, y al abandonar precipitadamente la Casa Rosada, el país ya no estaba al borde del abismo, sino precipitándose en él.

No pudo gozar ni un solo momento del éxito. Cuando su principal sustento, el electorado porteño, redobló su voto de confianza al elegir a la Alianza para gobernar la ciudad de Buenos Aires, inmediatamente después hubo un estallido social en Salta, que incluyó una brutal represión de Gendarmería. Y un par de semanas más tarde, José Luis Machinea debía anunciar descuentos sobre los salarios estatales.

Un día después de ese anuncio, el 30 de mayo de 2000, tomaba estado público el romance de Antonio de la Rúa con Shakira, que le dio la cuota de frivolidad que le faltaba al gobierno para terminar de defraudar a la base electoral de la Alianza: gente que había cuestionado el comportamiento de los dos hijos del presidente Menem y que ahora veía con estupor las costumbres de la nueva familia presidencial. Con una esposa que contaba con dama de compañía en los viajes presidenciales; una hija que también integraba, esposo y bebé incluidos, las comitivas oficiales; un hijo menor con un cargo para el que no tenía pergaminos ni se sabía bien para qué servía, y otro varón que alternaba el noviazgo con una estrella del pop con el fino entramado de las estrategias de su padre...

Un gobierno en el que el secretario de Transporte de la Nación, Jorge Kogan, aclaraba que el aumento de los boletos no traería grandes problemas, porque “los más pobres directamente no viajan”.

Un gobierno cuyo Presidente comenzaba a ser ridiculizado casi como lógica consecuencia de gestos propios destinados a generar vergüenza ajena, como cuando exclamaba por cadena oficial “¡qué lindo que es dar buenas noticias!”

No tardó en ser cuestionada su falta de autoridad, y para revertir esa imagen no tuvo mejor idea De la Rúa que concurrir una vez más al programa Hora clave, donde se entusiasmó dando golpes sobre una mesa, convencido vaya a saber por qué asesor de que eso trasuntaba una actitud de firmeza como la que la ciudadanía le estaba demandando.

¿Qué podía esperarse de un presidente cuyos hombres más cercanos terminaban dañándolo más seriamente que sus peores enemigos? Como cuando su ministro de Salud y amigo personal, Héctor Lombardo, dejaba pasmados a propios y extraños al comentar en un reportaje que el primer mandatario sufría de arterioesclerosis. De ahí a echarse a correr la posibilidad de un reemplazo del Presidente por razones de salud, un solo paso.

Cabe recordar que Lombardo coronó su impresentable paso por la administración pública anunciándole al mundo la llegada -errónea- del ántrax a la Argentina, a través de una carta recibida por una ignota abogada local de parte de una cadena de cruceros caribeños. Todo un papelón internacional de un país bizarro a los ojos del mundo.

Desde los dichos de su amigo Lombardo, la prensa se hizo entonces un festín con De la Rúa, repitiendo una y otra vez cada gesto minúsculo que denotara algún vestigio presidencial del mal que lo aquejaba. Como los que mostró en la movida mediática más ingenua y letal para la imagen del Presidente. Fue cuando el secretario de Medios Darío Lopérfido tuvo la malhadada idea de gestionar la presencia de Fernando de la Rúa en el programa de mayor audiencia, Videomatch, donde ya lo tenían a maltraer con las chanzas, y en el que había una imitación del humorista Freddy Villarreal sobre la cual el Presidente ya había hecho trascender su irritación.

Era conocida la falta de humor del matrimonio presidencial respecto de las sátiras, de ahí que nadie se sorprendiera del supuesto pedido para que Inés Pertiné, la esposa de De la Rúa, no fuera ridiculizada en un programa de Antonio Gasalla.

Lo cierto es que el Presidente concurrió a Videomatch, donde el pseudoreportaje hecho por su conductor, Marcelo Tinelli, lejos estuvo de reposicionarlo ante la opinión pública. Pero lo peor fue cuando un familiar de los guerrilleros presos por el ataque al cuartel de La Tablada -que por entonces presionaban por su liberación con una huelga de hambre- se filtró entre la custodia y se puso cara a cara ante el primer mandatario. El joven lo tomó de las solapas y le recriminó al Presidente por la situación de su gente.

De la Rúa tardó algunos segundos en darse cuenta de la situación -por un momento pensó que era una broma de Tinelli, cosa que también supuso el jefe de su custodia-, hasta que la situación fue finalmente zanjada cuando uno de los personajes del programa -un muñeco caracterizado como oso hormiguero- se interpuso, apartando al infiltrado. Nada más patético para ese Presidente que el Oso Arturo lo salvara...

La accidentada intervención televisiva del Presidente terminó con un turbado De la Rúa retirándose de escena por la puerta equivocada. Así, mientras Marcelo Tinelli seguía hablando ante las cámaras, a sus espaldas se lo veía al primer mandatario intentando primero salir por una puerta de utilería y buscando luego infructuosamente la salida, hasta que alguien se la señaló. Un papel demasiado pobre para un presidente en caída libre.

Todo contribuyó para que pulularan los chistes en torno del mandatario. Y si el eje de los mismos tenía que ver con su lentitud, despiste y falta de luces, la combinación era letal para el Presidente.

En un exceso de inmodestia, Tinelli aseguró un año más tarde a la televisión chilena que el gobierno de De la Rúa comenzó a desplomarse luego del fallido paso presidencial por su programa. Cierto es que allí los millones de espectadores de su programa quedaron pasmados de vergüenza ajena y que De la Rúa fue expuesto de la peor manera, pero ni siquiera en un país como la Argentina el destino de un gobierno puede jugarse por un show televisivo. Ni las cosas podían cambiar con mejor onda, como deseaba el Presidente, ni su gobierno se fue a pique por el paso fallido por un programa de televisión. La suerte de un gobierno jamás queda limitada a una mala escena, sino que es producto de una cadena de hechos y sucesos.

Un psicólogo diría que lo que le pasó a De la Rúa fue una consecuencia previsible para un dirigente político que precisamente basó su campaña electoral en un defecto, como supuestamente lo era su condición de “aburrido”. Sus publicistas quisieron transformar esa característica en sinónimo de seriedad y austeridad, pero olvidaron que un presidente puede ser vendido como un producto, mas en la práctica no tarda en rebelarse tal cual es. No faltarían quienes compararan a Fernando de la Rúa con Chauncey Gardiner, el personaje de Desde el jardín, la novela de Jersy Kosinsky, protagonizada en el cine por Peter Sellers, quien interpretaba allí magistralmente a un débil mental al que la casualidad y circunstancias fortuitas dejan a las puertas de la presidencia de los Estados Unidos.

Con la imagen presidencial ya por el piso, en una de sus típicas salidas destempladas Hugo Moyano definió al Presidente como “demasiado boludo”. Lo hacía en declaraciones en las que calificaba a Cavallo como “trastornado”. Para el común de la gente, era preferible ser trastornado a boludo...

De todos modos, un par de veces el Presidente amagó con revertir la situación. Fueron ocasiones en las que utilizó la cadena nacional para formular anuncios en un tono capaz de generar la sensación de que finalmente se estaba tomando conciencia de la situación, que un fuerte viraje era posible. Pero una y otra vez no fueron más que golpes sobre el escritorio.

Cuando se quedó sin vicepresidente, al margen del estupor causado por semejante coyuntura, hubo quienes imaginaron un encarrilamiento definitivo; o cuando anunció uno y otro ajuste; o la vez que advirtió desde Tucumán, el 9 de julio de 2001, que “nuestra independencia está disminuida”, firmando una semana después con los gobernadores peronistas precisamente el Pacto por la Independencia. Algunos -cada vez menos- vieron la operación con cierto optimismo. Pero ese mismo día Moyano lo llamaba “boludo” y lanzaba el enésimo paro en su contra.

Con ese panorama no llamó la atención que se anticiparan los tiempos de la manera como sucedió y que antes del primer año de mandato se comenzara a especular con el eventual anticipo de las elecciones. El senador riojano Jorge Yoma fue un adelantado en la materia; ya que en octubre del 2000 señalaba al programa Parlamentario TV que “si esto sigue sin control como está, si entre los partidos de la coalición gobernante no encuentran la manera de convivir, o por lo menos de respetar al presidente que ellos pusieron, si siguen socavándole el poder, y si el Presidente sigue sin asumirse como tal, creo que el año que viene no solamente vamos a renovar el Senado, sino que vamos a estar eligiendo presidente y vice”.

Lejos de apaciguarse, los rumores a lo largo del tiempo se acrecentaron y agravaron. El Parlamento se convirtió en una usina desde la cual cada semana se escuchaban nuevas alternativas según las cuales el primer mandatario dejaría el cargo. Hipótesis que hasta los propios oficialistas escuchaban interesados, sin comprender que esa salida del poder no tenía retorno para ellos. Para los radicales, porque la ciudadanía no les perdonaría un segundo fracaso consecutivo en el gobierno; y para los del Frepaso, porque serían condenados definitivamente a ser oposición. “Lamentablemente creen que la política es una actividad sometida a los réditos políticos”, decía sobre los legisladores frepasistas Juan Pablo Baylac cuando éstos esbozaban una resistencia inédita hacia el séptimo ajuste del gobierno aliancista, advirtiéndoles luego que “gobernar implica la responsabilidad de incorporar débitos y costos políticos”.

Así las cosas, uno de los golpes definitivos se lo dio al Presidente su mismo partido, en la interna partidaria de su propio distrito, en la que De la Rúa ponía en juego mucho más que la conformación de listas para octubre. Es que lo que allí estaría en discusión iba desde el respaldo al modelo y a la gestión gubernamental, hasta la propia autoridad partidaria del Presidente de la Nación. No era poca cosa, por cierto, habida cuenta de que Fernando de la Rúa era desafiado nada menos que en su propio partido y en “su distrito”, en el que supo ser imbatible.

Hablamos de las internas previas a las legislativas de octubre. Anticipadamente perdidas aquellas, De la Rúa no podía resignarse a ser derrotado dentro de la UCR. Si bien el nombre del Presidente había sido puesto al margen de las disputas, quedaba claro que cuando el precandidato a senador de la lista opositora, Rodolfo Terragno, basaba su campaña en su confrontación con la política económica, por más que se desgañitara hablando contra Cavallo, el desafiado era De la Rúa.

Amén del simbolismo que encerraba la elección para el primer mandatario, uno de sus principales hombres también ponía todo en juego. Rafael Pascual -un delarruista de fierro- se jugaba el cargo al frente de la Cámara de Diputados de la Nación, el segundo escalón en la sucesión presidencial, pues de no sacar el 50% más uno de los votos debería resignar sus aspiraciones a seguir siendo legislador, de acuerdo con la Carta Orgánica partidaria.

Por todas esas cosas se había intentado hasta último momento evitar la interna. Pascual tildaba la elección de “inoportuna”, porque no era momento para “someter a la gente a un comicio interno”, contra lo que sostenía Terragno, quien había desechado de plano una nómina conjunta. Era inútil: el ex jefe de Gabinete quería medirse en las urnas, deseoso tanto de reivindicarse, como de potenciarse internamente como un enemigo del modelo.

Aprovechando la postura del “terragnismo” (Movimiento Futuro), el Ateneo del Centenario, de Jesús Rodríguez, se había sumado a la oposición creando la lista que enfrentaría al oficialismo partidario. El sector, embarcado en la lista “Encuentro”, se posicionaba desde la oposición al gobierno nacional, aunque sus adversarios los acusaban de haber sido parte de esa misma gestión.

“Ese verso de la oposición es mentira; Terragno no fue el cadete del gobierno, sino el jefe de Gabinete de De la Rúa, que se bajó antes, como el Chacho”, ironizaba un hombre de la lista oficialista. Una verdad a medias, por cuanto en realidad no había renunciado como Alvarez, sino que había sido “despedido” por el primer mandatario. Cosa que de todos modos les servía a los oficialistas para advertir que “cuando Terragno les dice a los afiliados que se fue por Cavallo, no es cierto, porque él salió del gobierno en octubre y Cavallo entró en marzo”.

Hasta entonces, Fernando de la Rúa nunca había perdido en Capital cuando su nombre estuvo en juego, aunque sabía de sinsabores cuando experimentó con delfines fallidos (tipo Martha Mercader). Precisamente por eso habrá sido que el fin de semana previo a la interna, ni bien despidió al subsecretario del Tesoro norteamericano que lo acababa de visitar en la Quinta de Olivos, dejó de lado la crisis económica y se hizo tiempo para llamar personalmente a los punteros barriales, uno por uno, para asegurarse un desempeño eficaz de los mismos. Es que por más que difícilmente el riesgo país fuera a resentirse aún más por una eventual derrota en la interna partidaria, a nadie escapaba el valor simbólico de la misma, y más valía estar precavidos.

El resultado confirmó los peores temores presidenciales. Rafael Pascual fue barrido en la interna y el voto castigo fue adjudicado pura y exclusivamente al primer mandatario.

Rechazado en su propio partido, la derrota del 14 de octubre en las elecciones nacionales no fue novedad para nadie.

El autismo presidencial

En tres oportunidades lanzó Fernando de la Rúa el Plan de Infraestructura con el que su administración se ilusionaba con la posibilidad de revertir la recesión. Con la construcción como motor de otras industrias, esa iniciativa bien pudo cambiar la historia, pero sólo la falta de ejecutividad del gobierno aliancista y un deseo autodestructivo pueden justificar que jamás se haya puesto en marcha ese plan de obras, aun cuando había posibilidades de financiamiento.

Las razones que impidieron su puesta en práctica son también una clara muestra de imposibilismo argentino. Primero se cuestionó cuáles serían las obras a poner en marcha, luego a qué empresas se favorecería; más tarde se estableció impedimentos para las grandes empresas, de modo de favorecer a las pequeñas, luego se revirtió ello y se intentó dejar fuera a las de origen extranjero... Miles de vueltas para que a la postre nada se hiciera y lo que pudo haber sido una inyección para la producción y un bálsamo para el desempleo, quedó en proyecto.

Ese fue un gobierno al que todo le costaba y en el que tal era su propio estado deliberativo, que hasta la sociedad se contagiaba y todo era pasible de discusión. Como cuando por ley se dispuso modificar el huso horario, a fin de ahorrar energía como se hace en casi todo el mundo. El sistema del cambio de hora había dejado de alterarse durante la administración menemista y algunos atribuían esa disposición a la supuesta connivencia de aquellas autoridades con las empresas energéticas.

Pero el cambio de huso horario dispuesto en la gestión delarruista por ley desató insólitas polémicas alentadas desde determinados medios de difusión interesados en potenciar todo factor de irritabilidad. ¿Consecuencia? El gobierno dispuso dar marcha atrás con la modificación a escasas horas de comenzar a implementarse, para desconcierto de quienes la promovían. Y encima, ni siquiera pudo sacar partido de su disposición, ya que fue el gobernador Carlos Ruckauf quien se encargó de dar la noticia al salir de una reunión con el Presidente.

Todas las decisiones del gobierno eran discutibles, aun las cuestiones de Estado. Un paupérrimo servicio de difusión no pudo revertir la discusión generada en torno del Censo 2001 que debía realizarse en octubre, y del cual se generó otra polémica, también potenciada desde los mismos medios que cuestionaban el cambio de hora. Desde el gasto que la realización del censo generaba hasta la incomodidad que ello provocaba porque los comercios debían cerrar durante el fin de semana de su realización, todo fue motivo de discrepancia. El gobierno no atinó siquiera a dejar claro que la realización de los censos es una cuestión que excede a las políticas nacionales y tiene que ver con demandas propias e internacionales. Y que, además, hace al estudio del desarrollo de los países...

En ese marco, el gremio docente se prendió de la polémica y dispuso boicotear la realización del trabajo, lo cual estuvo a un tris de obligar a su suspensión. Sobre la marcha, se decidió convocar a voluntarios para desarrollar el conteo y finalmente se llevó a cabo un censo con desprolijidades propias de la improvisación en la que se había tenido que caer y cuyos resultados abrieron ciertos interrogantes respecto de su fidelidad.

Ese era el gobierno en el que todo había pasado a ser materia de discusión. Y habrá que tener asentado que cuando un pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, las consecuencias nunca pueden ser buenas.

Como presidente del bloque radical del Senado, Carlos Maestro fue un testigo privilegiado de la renuncia de Fernando de la Rúa. Fue precisamente él quien acudió a su encuentro para transmitirle la decisión del justicialismo de dejarlo caer. Su percepción respecto de cómo lo vio en ese momento no difiere mucho de lo que se ha señalado en estos últimos párrafos: “Sus últimos días de gobierno fueron muy traumáticos y toda esta situación que advertía el conjunto del pueblo argentino de que se estaba derrumbando un gobierno, él no lograba asumirla en plenitud. No asumía la gravedad del momento. Y no lo hizo hasta el último instante, hasta ese mismo día, cuando en esa tarde todavía no quería enterarse de lo que estaba sucediendo...”.

- ¿Definiría esa actitud como autista?

- Era una actitud muy particular. Hay que hablar con los profesionales de la materia... Sí, puede ser autismo, ¿no? Yo digo que él no tenía una percepción cabal de lo que estaba pasando y de la opinión que la ciudadanía tenía de su gobierno, que era muy negativa, y que lo llevaba a él a acentuar cuestiones propias de su personalidad. Como eso de no decidirse a tomar medidas y de tener una actitud muy desconfiada, por usar un término apropiado a lo que era su personalidad. Muy desconfiada a las cosas que se le proponían. Costaba mucho introducirse en el pensamiento de De la Rúa, perforar su intimidad y tratar de llegar a él. Parecía que había una pared que a veces impedía un diálogo fructífero. Porque muchas veces fuimos a verlo en ese último tiempo, y así actuaba.

La referencia hacia el supuesto autismo del presidente De la Rúa no es casual. Son innumerables los dirigentes que lo frecuentaron durante su mandato y que apelaron a ese calificativo. ¿Por qué lo hacían? Juan Pablo Baylac es más contemplativo respecto de su ex jefe: “Yo creo que la personalidad de De la Rúa tiene dos o tres dificultades. Primero, es un hombre de diálogo corto, digamos; yo lo he visto incluso conversar con dirigentes del partido y a él le gusta escuchar más que hablar. Segundo, es un hombre de fuertes convicciones respecto a determinadas cosas, no es que fuera caprichoso. Por ejemplo, él no quería devaluar y analizaba el tema, lo discutía y no quería devaluar. Estaba convencido de que era un horror lo que le iba a pasar a la Argentina con una devaluación y por tanto hacía todo en esa línea. Y la verdad es que del espectro político, el 80% quería la devaluación. El espectro social, el empresariado querían la devaluación. Ahora nadie dice que pedía eso, pero la verdad es que sí lo hacían”.

“Entonces era un diálogo de sordos -prosigue Baylac, posicionándose una vez más como en sus tiempos de vocero del gobierno-. Cuando venían los radicales a plantearle a De la Rúa lo que tenía que hacer, como estaban vinculados a la expresión devaluación, De la Rúa no aceptaba. Entonces, se convertía en autista, pero autista por convicciones estratégicas que él tenía en su cabeza... ¡No lo quería hacer! De la Rúa decía: ‘si yo incorporo peronistas en el gobierno, sólo lo hago para devaluar. No los puedo incorporar para mantener la convertibilidad, porque no creen en ella’. Entonces, eso provocaba un aislamiento natural”.

¿Por qué toda la gente dice entonces que De la Rúa era autista? “Porque todos somos autistas -opina el consultor Felipe Noguera-. Argentina es autista; De la Rúa era un emergente de eso. Me parece que uno de los errores de la vieja política es hacer el análisis personalizado en los líderes. Quizá De la Rúa tenga este comportamiento, pero mirando bien, este es un país que sigue buscándole una solución económica a un problema político, que sigue tratando de encontrar en personas una solución a un problema del sistema. Si el auto anda mal, no le pongamos un mejor piloto, arreglemos el auto. Me parece que ése es el mensaje que dio Carlos Reutemann cuando se negó a ser candidato presidencial: ‘Ni yo puedo manejar este auto, arreglémoslo primero; yo no quiero asumir con este vehículo’. El autismo es seguir tratando de resolver el problema con formas que ya no lo resuelven. Seguir tratando de aplicar recetas económicas, algunas de ellas ridículas, como los intentos de Duhalde de pesificar la deuda externa, ya no solamente son autistas, sino ridículos. Me parece que ése es el autismo y De la Rúa es solamente un reflejo de un país. Echarle la culpa a alguien de ser autista es decir que nosotros no tenemos ese problema”.

Este capítulo corresponde al libro ¿Que se vayan todos? Crónica del derrumbe político, de José Angel Di Mauro, publicado por Editorial Corregidor (2003)





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