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El presidente y el títere

 El Gobierno sufrió otra ofensiva K contra la negociación de la deuda. Castigó a Israel por violaciones a los derechos humanos e indultó a Venezuela para complacer a Cristina. Mendiga vacunas por la trágica pandemia.

El 11 de marzo de 2019, con exactitud 68 días antes de que fuera consagrado candidato por Cristina Fernández, el hoy Presidente hizo una declaración que parece retener vigencia sorprendente. “O Cristina es candidata o Cristina se va a su casa. Porque no podemos volver a recrear errores del pasado. No tengo ganas que el poder esté en Uruguay y Juncal y en la Casa de Gobierno haya un títere al que Cristina le prestó los votos. O Cristina es candidata y se hace cargo de lo que viene o libera todas las fuerzas y deja que cada uno haga lo que quiere”, aleccionó.

Alberto Fernández ni soñaba cuando dijo esa parrafada que sería ungido por Cristina. Su ambición anclaba en la Embajada argentina en Madrid. Allí estaba entonces su amigo diplomático Francisco Bustillo, ahora convertido en canciller de Uruguay. Dos años después, el Presidente parece ser víctima de su propio pronóstico: no hay día que no deba lidiar con las líneas que imparte la vicepresidenta. Contaría con dos opciones ante ese desafío. Se allana a las políticas que emana el Instituto Patria. O entra en un juego de simulación. Nunca logra mostrarse como ganador indiscutido en la interna.

La última semana la impotencia quedó registrada en tres planos. La negociación con el Fondo Monetario Internacional y el Club de París. La orientación de las relaciones exteriores, focalizadas sobre Venezuela e Israel. La descalificación del kirchnerismo para que Daniel Rafecas pueda ser nominado procurador. Hay un cuarto aspecto que Alberto ha conseguido que todavía no se le escurra de las manos: la administración de la cuarentena, a raíz de una pandemia que sigue provocando tragedia.

La llamada “Proclama de Mayo” (difundida el martes 25) de un amplio espectro político, donde predominó el kirchnerismo, sonó a advertencia incómoda para las negociaciones presidenciales y de su ministro, Martín Guzmán, por la deuda. Los firmantes dijeron que “Primero hay que atender la salud y la vida, después la deuda”. Amén del mensaje, cabría desmenuzar las firmas de los promotores. A nadie pudo sorprender la adhesión de Raúl Zaffaroni o la diputada Fernanda Vallejos. Tampoco del sindicalista Hugo Yasky. Llamó la atención, en cambio, la rúbrica de Héctor Daer, secretario de la CGT. O de Gildo Insfrán, el gobernador de Formosa.

Daer es –o era—el dirigente sindical más cercano a Alberto. El presidente adoptó, además, entre sus preferidos, a Hugo Moyano. Pablo, su hijo, también firmó la proclama. Es líder de los bloqueos que suceden en plantas fabriles. Insfrán fue elegido por el primer mandatario, una vez, como ejemplo de buen gobernador. El halago no alcanzó para que el caudillo considerara débil la defensa que hizo el Gobierno por sus abusos de poder en pandemia. La comparó con el blindaje que le brindó el kirchnerismo. En cualquier caso, la situación refleja algo: al Presidente se le desarma el rompecabezas político que supuso componer.

Aquella “Proclama” sucedió el día antes de la conversación que Alberto mantuvo con Angela Merkel, de Alemania. ¿Sólo una casualidad? Acudió a ella para completar la búsqueda de apoyos por la deuda del Club de París y del FMI. Había conseguido en su gira por Europa el del premier francés, Emmanuel Macron.

Conviene separar las cosas. El Gobierno mete todo, con intencionalidad, en la misma bolsa. Los orígenes de aquellas deudas son distintos. La multimillonaria con el FMI fue contraída por Mauricio Macri. El vencimiento con el Club de París obedece a un acuerdo que en 2014 celebró Axel Kicillof como ministro de Economía. Son US$ 2.400 millones que, de no pagarse –existe una gracia de dos meses—añadiría punitorios de otros US$ 2 mil millones. Curioso que funcionarios de Buenos Aires se hayan sumado al reclamo de no pago al Presidente y Guzmán. Entre ellos, la ministra de Gobierno, María Teresa García.

La premier Merkel escuchó los pedidos de Alberto. Se comprometió a colaborar. No sería fácil la salida por varios motivos. Alemania es el principal acreedor de la Argentina en ese foro con el 34,1%. Le siguen Japón, de posturas firmes, con 24,3% e Italia con el 10,4%. Las decisiones en el Club, por otra parte, se adoptan sólo por unanimidad. Un país que se oponga frustra todo. A priori, le solicitarían al Gobierno algún gesto con el FMI. La posibilidad de la firma de una Carta de Intención. Aunque el acuerdo final quede para después de las elecciones. El kirchnerismo parece no regalar margen, por ahora, para un compromiso de ese tenor.

Ninguna acción en el terreno internacional, aunque sea de índole financiera, puede desprenderse del resto a esta altura de la historia. La Argentina mendiga vacunas a Estados Unidos y pide a Joe Biden apoyo en el FMI, pero estrecha relaciones con China. No sólo en materia sanitaria. A la vez, castiga al gigante asiático con el cierre a las exportaciones de carne.

Hace poco una delegación científica de Israel estuvo en el país para acordar los estudios conjuntos de la fase III de la vacuna BriLife. En ese contexto, la Argentina votó en la ONU en contra de Israel para que se investiguen violaciones a los derechos humanos en el conflicto con Palestina. Antes se conoció una desopilante explicación del canciller Felipe Solá: “Gaza se parece a La Matanza”, dijo. “Los judíos son más inteligentes y tienen más armamentos que los palestinos. Por eso creemos que los ataques de Israel a Gaza son desproporcionados”, cerró su clase magistral. En medio de semejante confusión, sobresalió otro gesto regional del Gobierno: dejó de acompañar una demanda contra Venezuela por violaciones a los derechos humanos en el Tribunal Penal Internacional, con sede en La Haya.

La traza de Caracas, en el mapa geopolítico, toca a Managua, La Habana, Moscú y Teherán. El mundo conoce tal alineamiento. La salida de la Argentina sucede en momento en que la fiscal del TPI, la gambiana Fatou Bensouda (sucesora de Luis Moreno Ocampo), iniciaba el proceso de imputación contra el régimen de Nicolás Maduro. La africana será reemplazada a mitad de junio por el británico Karim Khan. El menú incluye 131 asesinatos en manifestaciones, 8.292 ejecuciones extrajudiciales, 192 casos de violación y al menos 6 casos de desapariciones. La acusación se elaboró en base a los informes de la ex presidente socialista chilena Michelle Bachelet, Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos. Alberto es -o fue- amiga de Bachelet y elogió cada uno de sus trabajos. Ahora depende: valen los que también hizo para condenar a Israel; se habrían devaluado los referidos a Venezuela.

La decisión, comunicada por Solá, fue una exigencia de Cristina. Omite las violaciones a los derechos humanos con tal de no contrariar a Caracas. Maduro se ocupó de agradecerlo. Otra vez el Presidente despistó cuando quiso justificar la postura. Dijo que el problema de los derechos humanos allá “poco a poco va desapareciendo”. Ojalá que así sea. El profesor de Derecho Penal no debería ignorar que el TPI juzga los delitos de lesa humanidad corroborados en los años pasados. Nunca los supuestos cambios de la actualidad. Con idéntico criterio, si en el último año de la dictadura en la Argentina menguaron las atrocidades, no habría tenido sentido el juicio a las Juntas Militares. Disparate.

El sendero discursivo de Alberto está plagado de tropiezos. Acusó a Juntos por el Cambio de no haber aportado sus votos para llegar a los dos tercios necesarios que entronicen a Rafecas como procurador general. La oposición terminó ofreciendo su aporte en el Senado para consagrar al magistrado. Con trascendidos, el bloque K dejó saber que nunca respaldaría a un candidato de la oposición. Dicha posición fue impulsada por la mendocina Anabel Fernández Sagasti, la titular de la Comisión de Asuntos Constitucionales. Casi el eco de la vicepresidenta. Desde que fue remitido el pliego de Rafecas no convocó a ni una de las muchas audiencias necesarias para consagrarlo.

El juez nunca tuvo la confianza de Cristina. Participó inicialmente en el escándalo Ciccone que concluyó con la condena y prisión para el ex vicepresidente Amado Boudou. La vicepresidenta quiere un jefe de los fiscales (procurador general) con la nueva ley que posee la media sanción del Senado y está trabada en Diputados. Cambia las normas para su designación. Y aspira a convertir a los fiscales –que ganarán protagonismo en el sistema acusatorio-- en apéndices del poder político.

Alberto batalló hasta último momento para no claudicar en otra disputa palaciega. Hizo respetar el último DNU que dispuso un confinamiento estricto en los últimos nueve días. Contempla un relajamiento para los próximos cinco y un nuevo encierro el fin de semana venidero. Debió lidiar contra Kicillof, su equipo de Salud y el ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, que preferían mantener el encierro hasta el 6 de junio.

El Presidente se sostuvo en dos certezas. Su autoridad cae en el peor momento de la pandemia. Pese al encierro hubo protestas en 16 provincias. La economía no repuntará con tantas restricciones. El problema insoluble es la falta de vacunas y la campaña lenta. El Gobierno no sale de la oscuridad cuando explica lo que hace. Alberto dijo que no se arregló con Pfizer porque hubiera significado para él adoptar “decisiones violentas”. Ginés González García reveló que hasta tuvieron que ceder “cosas indignas”. ¿Algún día aclararán de qué se trata?

Asombra la supuesta inquina del laboratorio estadounidense-alemán contra la Argentina. Su vacuna es la segunda más distribuida luego de la de AstraZeneca. Abarca por ahora a 84 países. La mayoría de los de la región. ¿Habrá cedido Uruguay, para obtenerla, su soberanía en Punta del Este?

Eduardo van der Kooy