Si hay algo que puede afirmarse con certeza es que la Argentina ha demorado “sine die” su entrada en el mundo desarrollado merced a una incapacidad proverbial para elegir dirigentes políticos.
Estos se asemejan -casi invariablemente y con pocas excepciones-, a rústicos labriegos que con dedos toscos y gruesos intentan levantar una aguja de coser que se halle sobre una mesa, sin lograrlo, como diría Ortega.
Los derechos que debería haber nivelado la inspiración republicana de la democracia en nuestro país, se han convertido así en mero apetito de quienes se sienten dueños de nuestras vidas no bien asumen sus cargos, actuando como amos y señores con el derecho a imponernos sus pobres razones argumentales.
Tan pobres que los sorprende un mundo que evoluciona en forma inesperada y continua, al que no terminan de entender, porque su único objetivo es ver satisfecho el ideal de su propia importancia.
“Hay sociedades”, decía Ortega, “que por no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial”.
Tajante sentencia que le cabe muy bien a nuestros políticos en general.
Estamos en estos días frente a una nueva evidencia de lo que aquí decimos, al ver de qué manera el Presidente y sus funcionarios parecen estar perdidos ante la emergencia de la crisis sanitaria internacional y sus efectos económicos colaterales, asegurándonos que nuestro destino está atado a las circunstancias
mundiales de una epidemia incontrolable, sin decir ni una palabra sobre el hecho de que “las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter” (siempre Ortega).
Es decir, nuestra aptitud para seleccionar las posibilidades que nos permitan insertarnos inteligentemente y con decisión, en un escenario que seguirá cambiando semana a semana -o quizás día a día-, por mucho tiempo, haciéndolo sin demoras ni vacilación alguna.
Con la aparición inesperada de una cuestión novedosa y desafiante, como resulta el tener que afrontar una pandemia universal, el gobierno del Frente Para Todos se ha encontrado con que sus estrategias morosas para enfrentar el tema de la deuda externa (postergando indefinidamente la aceptación de la realidad), causando la impresión de que ignoran que estamos quebrados y sin el menor ánimo de corregir ciertas conductas supuestamente “redistributivas”, que provocan pasmo a quienes rechazan nuestra proverbial conducta lacrimógena.
Ciertas figuras carismáticas del oficialismo pretenden convertirse en “creadores de estilo”, y hacen gala de supuestos pragmatismos y equilibrios tácticos, que no están resultando más que un símbolo de una decadencia cultural que ya no encuentra clientes para financiarla tan fácilmente.
Alberto y su “club de amigos”, y Cristina y sus fanáticos (por igual) tratan de actuar sobre nuestra vulnerable psicología personal y nos murmuran: “únete a nosotros” y te convertirás en una persona importante y respetada. Si aflojamos ahora será tarde”.
Triste discurso con el cual kirchnerismo y peronismo se fueron apropiando de nuestra conciencia a través de los años, intentando vendernos un súper producto milagroso para forjar una rebelión que lograse fijar nuevas pautas de comportamiento, que ayudarían a que redujésemos la complejidad de nuestros problemas, reduciéndolos a proporciones manejables.
Mientras esto ocurre, seguimos rebuscando el efecto residual que dejaron algunos mini héroes del pasado, que hoy no deberían ser sino un ejemplo más de lo que no habría que haber hecho para evitar la hondura de nuestra irrelevancia.
Es bien sabido –la experiencia histórica lo demuestra-, que la estrategia de un contradictor ha consistido siempre en el bloqueo de una realidad inoportuna, lo
cual aumenta inexorablemente la probabilidad de que cuando se vea obligado a adaptarse a la realidad, dicho cambio se produzca de una sola vez y en forma brutal.
Ya nos ha pasado antes de ahora, y lo de hoy no es más que un regreso del discurso de los muertos vivos; aquellos a quienes deberíamos haber reconocido antes de dar nueva fe a sus recurrentes hipocresías.
A buen entendedor, pocas palabras.
Carlos Berro Madero
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