Por Jorge R.
Enríquez
Cada
vez más, las huelgas empujan a los padres a retirar a sus hijos de
la educación estatal. Se ha ido produciendo en el sector una
privatización de hecho, fomentada por quienes no hacen más que
llenarse la boca con emotivas arengas sobre la defensa de la
educación pública. Lo triste es que la grieta es social. Van
quedando en el ámbito público los niños de hogares más pobres.
Hasta las familias de trabajadores modestos pero con algunos
recursos, prefieren privarse de otras cosas y destinar fondos para
enviarlos a una escuela parroquial. Son esas familias, sobre todo,
las que necesitan imperiosamente que sus hijos tengan clases. No es
solo la merma en la calidad educativa lo que los lleva a esa
decisión, sino los trastornos que causa en hogares en los que ambos
padres trabajan y que no pueden contratar personal para el cuidado de
sus hijos no saber si estos tendrán o no clases.
Por cierto, los
salarios de los maestros no son los ideales. No los son en ningún
área. En el sector público, la quiebra de los estados provinciales
pone límites al aumento excesivo del gasto que van más allá de la
voluntad de las autoridades. En el sector privado, la baja
productividad de la economía dejada por doce años de políticas
populistas trae aparejadas similares restricciones.
Con
todo, la propuesta del gobierno de la provincia de Buenos Aires –
el distrito más conflictivo y de mayor repercusión de la medida -
es muy razonable. Permite recomponer el salario y mantenerlo incólume
en su valor al comprometer su ajuste en función de la inflación del
año. Pero esa oferta no ha detenido el paro, como no lo detendría
ninguna otra, porque el paro es el objetivo de muchos dirigentes
sindicales. Es un paro político, entonces, dirigido a intentar
erosionar al gobierno nacional. El sindicalismo docente actúa como
un brazo del kirchnerismo, para el que, como se sabe, la presidencia
de Mauricio Macri es ilegítima.
Se intenta darle
a esa decisión política ya adoptada un fundamento gremial: la
negativa del gobierno a convocar a negociaciones paritarias
nacionales. Pero esas paritarias no tienen sentido cuando las
escuelas pertenecen a las provincias. Algunas de ellas no podrían
pagar los sueldos que se acordaran entre sindicalistas y autoridades
nacionales.
Nadie duda de la
legitimidad de los reclamos salariales. Cualquier trabajador aspira,
con razón, a ser mejor remunerado. Pero no puede ser que la huelga
sea la única herramienta de negociación. No debe serlo en ninguna
actividad; mucho menos, cuando son los niños los que sufren las
consecuencias de la falta de clases. La brecha entre los alumnos de
escuelas públicas y los de escuelas privadas se amplía con cada una
de estas medidas. No basta con levantar guardapolvos blancos ante las
cámaras de televisión. El verdadero compromiso con la educación
pública se manifiesta en las aulas, no en las calles. En esas aulas
que dieron lo mejor de la Argentina y que serán otra vez, si
trabajamos con pasión, el punto de partida de un futuro pleno de
oportunidades para todos.