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Las miradas populistas

El escaso –o nulo- compromiso con las propias palabras es una de las notas características del populismo.


La marcha del proceso político y social puede aconsejar cambiar lo afirmado antes. Nadie puede ser profeta. Felipe González, uno de los pilares de la democracia española desde la socialdemocracia (el otro fue Adolfo Suárez, desde la centro-derecha) había tenido toda su vida una posición “anti-OTAN”. Llegó al gobierno de España con esa bandera. Una vez en el gobierno, advirtió la conveniencia de comenzar negociaciones para ingresar al bloque militar. Enfrentó el clásico dilema del “cambio de opinión” al llegar al poder, ante una democracia joven pero exigente. No había en su cambio ninguna trampa: era sincero. Había cambiado.

Su actitud fue un ejemplo de comportamiento republicano: convocó a un plebiscito para consultar a los españoles sobre el tema, porque tal decisión sería diferente a la que él había propuesto en la campaña electoral. Y así decidió España ingresar a la OTAN, por el voto de los españoles.

El populismo, al contrario, no recurre ni cree en la madurez ni la decisión de los ciudadanos: la palabra es vaciada de su componente contractual, inherente a la convivencia en paz. Se transforma en un escudo que esconde las verdaderas intenciones o el simple vacío de propuestas que se acomodarán a las circunstancias según la exclusiva decisión del “líder”.

Por eso el populismo no es de izquierda ni derecha: su nota destacada es su antirepublicanismo. Cabe en ambos extremos del arco ideológico. Es más: ni siquiera se referencia con ese arco. Un ejemplo en nuestros pagos lo ha mostrado el kirchnerismo. En el mundo, uno muy actual es Maduro en Venezuela, Erdogan en Turquía o Donald Trump en EEUU.

“Volveremos a hacer una América grande”, dice. ¿Cómo? “Yo sé hacerlo”.

“Los aliados de tendrán que pagarnos por nuestro apoyo militar” ¿Y si no pueden, o no lo hacen? “Ya decidiré qué hacer”.

“Seremos muy amigos de Erdogan y de Turquía, y también de los kurdos” ¿Cuál será la propuesta para lograrlo, con el enfrentamiento que hoy los separa? “Yo sé cuál será, pero no la voy a decir”.

“Me llevaré muy bien con Putin, pondré a Rusia en su lugar” ¿Cómo lo hará? “Ya se enterarán. No le voy a adelantar lo que haré”.

Un muro con México, “que le haremos pagar a los mexicanos” parará la delincuencia. “Nos iremos de Europa y del Oriente Medio, no tenemos nada que hacer allí” ¿Y nuestros compromisos en la región? “Que se arreglen ellos”. Y “no entrarán a EEUU fácilmente ni los franceses ni los alemanes, porque no tienen adecuados controles antiterroristas. Y expulsaremos a los musulmanes”.

Y la más grave, de cara a la difícil construcción de un estado de derecho global: “Sacaré a EEUU de la Organización Mundial de Comercio”. O sea: el regreso a la ley de la selva, donde mande el más fuerte, y donde los débiles deberán someterse a los caprichos del autócrata mundial.

No son frases inventadas al azar. Son una traducción casi literal de su último reportaje, antes de su nominación. ¿Sus consecuencias? “Ya lo tengo pensado, pero no las diré ahora”.

Cierto es que, como en todos los populismos, poco sentido tiene discutir conceptualmente la validez de una u otra definición, simplemente porque quien las expresa no se sentirá comprometido en lo más mínimo en el futuro con su propia coherencia.

Por acá tenemos más de un ejemplo, desde la “revolución productiva” y el “salariazo” hasta las retenciones que se derogarían de inmediato “para reforzar el federalismo” –como lo afirmaba NK en sus épocas de candidato presidencial-. Ya vimos hasta dónde uno y otro se sintieron obligados por sus palabras.

El populismo, simplemente, no es compatible con el estado de derecho. Ello no significa que no pueda tener una base electoral.

Normalmente, es su diferencia con las dictaduras: los elige la población, aunque la historia nos muestra también populismos dictatoriales. Sin embargo, es indudable su incompatibilidad con la organización republicana, con la vigencia de la ley, con la justicia independiente, con la libertad de prensa, con la consideración de los derechos humanos –civiles y ciudadanos- como base de todo el ordenamiento jurídico y político de la sociedad.

El populismo es la vigencia del “puro poder”, sin limitaciones. Es la consolidación de una división entre “ellos” y “nosotros”, en lugar del espacio de confluencia de la diversidad nacional en búsqueda de consensos y acuerdos. Es el desprecio por la razón y su reemplazo por el apriete, la fuerza y la coerción, simbólica y hasta física. En sus casos extremos, puede llegar hasta la muerte, como nos lo recuerda Nisman.

El populismo es siempre la mitad de la verdad, mientras se oculta la otra –o sus consecuencias-. Es la edificación de relatos de pensamiento único sobre cimientos de barro. Es la negación fundamental de la idea de libertad individual, sin la que el poder pierde su legitimidad moral.

Es peligroso siempre, como lo vimos acá y como lo está sufriendo Venezuela. Pero si el populismo llega nada menos que a la primera potencia mundial, el peligro sería enorme.

Un mundo con el populismo gobernando en USA, en Rusia, en China, en Turquía, creciendo en Francia, en Austria, en Holanda, en Gran Bretaña, no es un mundo ante el que –desde el campo democrático- podamos quedarnos tranquilos o felices.

Por encima de los debates económicos, sociales o intelectuales, el populismo configura el verdadero problema político principal de la humanidad –y del país- en estos momentos de cambio. Cuando debiéramos tener más lucidez y sofistificación en el análisis para comprender mejor el casi infinito colorido de la sociedad humana edificando su futuro, la propuesta de hacer más rudimentarios los análisis, más toscas las propuestas, más elementales las miradas, en síntesis, más arcaico el pensamiento nos amenaza con tensar la convivencia hasta el límite de la animalidad.

No debiéramos caer en ese lugar. En ello puede irnos la vida.

Ricardo Lafferriere