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El Protocolo de Bullrich y Jose Arcadio Segundo Por Mauricio E. Armagno, Director de Dictámenes de la Universidad Nacional de Mar del Plata

Dice BULLRICH:
Ante una protesta se establecerá "un espacio de negociación para que cese el corte y se dará aviso a la Justicia".
Luego, el jefe del operativo de seguridad impartirá la orden por megáfonos o a viva voz para que se permita la libre circulación.
Si no se cumple la orden, y bajo apercibimiento de ser acusados de violar el artículo 194 del Código Penal, se les solicitará que depongan el corte bajo apercibimiento de proceder conforme lo establecido para los casos de los delitos cometidos en flagrancia.
Se pondrá en conocimiento del magistrado competente y se procederá a intervenir y disolver la manifestación. Para ello, las instrucciones de la autoridad policial se harán por medio de frases cortas y claras.
No se podrá estar con palos ni elementos contundentes o inflamables, tipo molotov, o pirotecnia. En caso de haber manifestantes con esos elementos se procederá a aislar e identificar a las personas.

RELATA GARCIA MARQUEZ EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD MEMORANDO LA MASACRE DE LAS BANANERAS:
Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anuncié el principio del plazo. Nadie se movió.
-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.
 José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.