Por
Jorge R. Enríquez
Es una actividad
habitual en otros países, pero sin antecedentes en el nuestro. En
los Estados Unidos, los debates por televisión entre los candidatos
a presidente se remontan al 26 de septiembre de 1960, cuando
confrontaron Nixon y Kennedy.
Para algunos, el
mal desempeño del primero fue decisivo para que perdiera las
elecciones. Mal desempeño en el sentido en que se evalúan estos
enfrentamientos, en los que además de la solidez argumental juegan
un papel muy importante la imagen, la gestualidad, la soltura. De
hecho, un conocido consultor suele decir que habría que mirarlos sin
audio para comprobar quién estuvo mejor.
En aquel debate
inicial, Nixon desdeñó el poder de la imagen. Casi no se preparó,
confiado en su mayor experiencia que su rival, usó un traje gris que
no se destacaba en la televisión en blanco y negro, y rechazó que
lo maquillaran. Kennedy llegó mejor vestido, bronceado y con
un cúmulo de frases de impacto.
¿Quién fue el
gran protagonista del debate del domingo? Sin dudas, Daniel Scioli, a
su pesar. Porque su ausencia, enfatizada permanentemente por el atril
vacío, fue una presencia constante.
¿Por qué no
asistió Scioli? La razón no hay que buscarla tanto en su mediocre
nivel discursivo, sino en la posición en la que llega como
candidato. Por un lado, él representa al oficialismo, del que no
puede despegarse en forma clara, a riesgo de perder parte de su
propia base electoral; por el otro, necesita que un sector del
electorado perciba que él es otra cosa y que sus reiteradas muestras
de lealtad a los Kirchner no han sido más, en estos doce años, que
gestos dictados por la conveniencia. Scioli debe ser uno para los
kirchneristas y otro para el resto. Esa ambigüedad, que ha labrado
con constancia digna de mejor causa, podía ser expuesta de manera
muy evidente por sus adversarios si participaba del debate.
Claro que el
costo de no debatir también es alto. Su ausencia fue todo el tiempo
remarcada. Para peor, los argumentos que esgrimió para justificarla
son aún peores que esa ausencia. Uno de ellos es el colmo del
disparate: que no puede debatir porque no hay una ley que regule los
debates. Una curiosa interpretación del principio de legalidad. Si
fuera consecuente con ella, ni podría ir al baño, porque no hay ley
que determine esa obligatoriedad.
No hubo agravios
en el debate. Los candidatos se expresaron con moderación, lo que es
positivo. Cada uno se mantuvo dentro de las líneas argumentales que
viene exponiendo.
Sin embargo, fue
Mauricio Macri el único que puso el foco, sin necesidad de palabras
destempladas ni de un tono altisonante, en el punto esencial. Al
advertir que Scioli hace trascender en círculos económicos del
exterior que desarrollará una política económica opuesta a del
gobierno kirchnerista y, al mismo tiempo, convalidar las acciones del
gobierno nacional que profundizan las medidas populistas, se
preguntó: ¿quién va a gobernar en la Argentina?
Aunque Macri no
lo haya mencionado, seguramente habrá recordado que la misma
pregunta se formuló Raúl Alfonsín en el histórico acto en
la avenida 9 de Julio días antes de las elecciones de 1983, cuando
señaló la diversidad de tendencias - contradictorias entre sí -
que albergaba el peronismo.
En síntesis,
una primera experiencia que deberá mantenerse y mejorarse. Pero es
la propia sociedad la que debe exigir el debate y penalizar con su
voto a los que lo rehuyan. Sería absurdo -y de dudosa
constitucionalidad- que se fijara por ley la obligación de debatir.