Si ese caso de
corrupción salpíca a dirigentes deportivos de distintos países,
sin dudas adquiere dimensiones especiales en el nuestro.
Desde siempre,
en la Argentina el fútbol y la política han estado entrelazados. A
veces, de un modo que podríamos llamar normal, cuando personas con
trayectoria política se dedican también a ser dirigentes de clubes
de fútbol. Hasta ahí, no habría nada que objetar. Es natural que
quienes tienen vocación por las cuestiones públicas y por
desarrollar liderazgos sociales encuentren distintos lugares para
canalizarla.
Lo malo es
cuando desde el Estado se utiliza al fútbol para fines
extradeportivos. Esto sucedió en muchas oportunidades, pero nunca
tanto como ahora, cuando el fútbol prácticamente se estatizó,
desde que existe Fútbol para Todos.
Ya las
decisiones fundamentales no se toman en la sede de la AFA, sino en
Balcarce 50. La AFA es, en los hechos, un ministerio más.
A eso hay que
sumarle la manifiesta corrupción del uso de fondos públicos en
forma discrecional y sin control alguno. La AFA de Julio Grondona
estableció el mismo sistema que el kirchnerismo a nivel nacional:
una caja central, concentrada, manejada por una única mano, que
distribuye los recursos "a piacere" y que, de esa forma,
premia y castiga. La inmensa mayoría de los clubes de fútbol no
pueden subsistir sin los "favores" de la AFA, de igual
manera que las provincias no pueden subsistir sin los "favores"
del Poder Ejecutivo nacional.
El caso
paradigmático es el de Aníbal Fernández, que es Jefe de Gabinete,
presidente de Quilmes (y, de paso, como si le sobrara el tiempo, de
la Federación de Hockey), quien maneja Fútbol para Todos y al mismo
tiempo tiene como dirigente protagónico en la AFA a una persona de
su íntima confianza. En otras palabras, está de los dos lados del
mostrador.
Grondona llevó
su exitoso modelo a la FIFA, donde pequeños países sin ninguna
trascendencia futbolística o sin siquiera tener equipo
representativo, como, por ejemplo, San Cristóbal y Nieves, Islas
Cook o Vanuatu, tienen un voto igual que Italia o Alemania, lo que
le aseguró a Joseph Blatter la reelección aún en medio del
escándalo.
Para quienes
queremos al fútbol, estas situaciones nos resultan dolorosas. Nos
sentimos tomados como estúpidos, que asisten candorosamente a
espectáculos cuya trama se decide entre bambalinas, por razones que
nada tienen que ver con los méritos deportivos.
Horas después
de la turbia reelección de Blatter, Lionel Messi hizo para el
Barcelona, jugando la final de la Copa del Rey, un gol que es una
obra de arte, un producto de la más refinada orfebrería deportiva.
El fútbol tiene esas dos caras. Ojalá que la primera, que ha salido
a la luz por la investigación de la Procuradora General de un país
en el que, no casualmente, el fútbol importa poco, se vaya
desdibujando y nos permita seguir disfrutando de este juego
maravilloso.
La renuncia de
Blatter, días después de su controvertida reelección, abre alguna
ventana de esperanza, pero no se trata de cambios de nombres, sino de
un cambio profundo de sistema, que deje de lado la corrupción y la
arbitrariedad.
Mientras tanto,
en la Argentina el fútbol languidece. Ya no pueden ir las hinchadas
visitantes; acaso el paso siguiente sea que no pueda haber público.
Es necesario terminar de una buena vez con esta honda decadencia, que
nos afecta en un juego que está íntimamente entrelazado con la vida
de la gran mayoría de los argentinos.
Queremos que
vuelva a ser el espectáculo extraordinario que nos dio justa fama en
el mundo por la excelencia de nuestros jugadores. Queremos ir con
nuestros hijos y nuestros nietos, para que continúe esa hermosa
tradición que heredamos de nuestros padres y que es un sello
distintivo de este país.