Cuando
concurrió al Senado para informar sobre la expropiación de las
acciones de Repsol en YPF, el ministro Axel Kicillof sostuvo que el
de la seguridad jurídica le parecía un concepto horrible. Muchos
criticaron la expresión, pero aún los críticos la tomaron más
bien como una gaffe, un episodio anecdótico que no resultaba
demasiado importante.
Otros
nos inquietamos. Como frase aislada hubiera sido para despertar
algunas alertas, pero en el contexto de otras declaraciones y
actitudes del economista “marxista-keynesiano” se nos hacía
especialmente peligrosa. Lamentablemente, no nos equivocamos.
La más
reciente manifestación de ese espíritu autoritario es el proyecto
de una nueva ley de abastecimiento. Ya la ley vigente, impulsada por
José Ber Gelbard cuando era ministro de Economía del gobierno
peronista de 1973, es mala y muy cuestionable desde el punto de vista
constitucional. Pero este proyecto es mucho peor. Permite a la
administración pública, por ejemplo, establecer en cualquier etapa
del proceso económico los márgenes de utilidad, los precios de
referencia y niveles máximos y mínimos de valores.
También
permite otorgar subsidios cuando sea necesario para asegurar el
abastecimiento o la prestación de servicios, y aplicar multas de
hasta diez millones de pesos, además de clausuras, inhabilitaciones
y decomiso de mercadería.
Ya en el
colmo de los desatinos, se faculta a funcionarios del Poder Ejecutivo
a obligar a las empresas a continuar la producción en caso de
faltantes en el mercado y a incautarse de las mercaderías de los
comerciantes o industriales e incluso venderlas a posteriori, sin
necesidad de hacerlo por la vía de un juicio de expropiación.
No
parece preocupar a la presidente de la Nación, autora de la
iniciativa, que alguna vez se autodenominó “abogada exitosa”,
que esas atribuciones repugnen abiertamente a la Constitución
Nacional. Esta, en su artículo 17, califica a la propiedad de
inviolable y sólo admite que el Estado tome un bien de un particular
si el Congreso lo declara por ley de utilidad pública e indemniza
previamente a su titular.
Son
disposiciones que responden a una concepción autoritaria y
profundamente estatista, por completo ajena a la filosofía que anima
a nuestra ley fundamental, que no sólo protege la propiedad privada
sino también el derecho a trabajar y ejercer toda industria lícita
(art. 14).
Por
cierto que en ningún país del mundo, ni siquiera en los más
apegados a los criterios del liberalismo, rige hoy en día una
concepción económica que impida cualquier tipo de regulación del
Estado. Pero esas regulaciones fijan parámetros generales para las
actividades de creación de bienes o prestación de servicios,
destinadas fundamentalmente a la protección de los consumidores, a
la preservación del ambiente, a la eliminación de monopolios u
otros factores que impidan el libre desenvolvimiento de la iniciativa
privada, y en general al cumplimiento de otros fines legítimos de la
comunidad. Pero los agentes económicos no pasan a ser funcionarios
del Estado, como ocurrirá si se sanciona este malhadado proyecto.
En
nuestra Constitución Nacional, la libertad es la regla y las
restricciones son las excepciones. Por lo demás, intervenciones y
sanciones tan graves como las previstas sólo podrían adoptarse por
los jueces, con garantía del debido proceso. Delegar en funcionarios
administrativos, absolutamente dependientes del Poder Ejecutivo, esos
cometidos, algunos de ellos de carácter jurisdiccional, es muy
serio. Lo es especialmente porque a lo largo de más de una década
el oficialismo nacional ha demostrado que carece de escrúpulos para
llevar adelante sus propósitos y que en muchas oportunidades ha
usado el aparato del Estado para perseguir a empresas y comerciantes
por motivos puramente políticos, en un ejercicio ostensible del
abuso de poder, destinado no solamente a castigar a los díscolos,
sino a disciplinar con ese ejemplo al resto de la sociedad.
Desde el
punto de vista económico, la iniciativa no puede llegar en un peor
momento. Cuando la Argentina atraviesa enormes problemas, con
recesión, alta inflación y creciente incertidumbre agravada por su
irresponsable default, aprobar un proyecto que dinamita el clima de
negocios y pone en suspenso el derecho de propiedad sería la noticia
más funesta que pudieran recibir los inversores y quienes, aún en
una pequeña magnitud, arriesgan un capital para crear riqueza.