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Informe Económico Semanal del Banco Ciudad - "Subsidios: Fin de un ciclo"

LA SEMANA EN POCAS PALABRAS

Esta semana el Gobierno anunció más recortes de subsidios. En el caso de las empresas, se dispuso la quita de subvenciones a un nuevo grupo de sectores, mientras que para los usuarios residenciales se fijó una quita inicial de subsidios a la electricidad, gas y agua en barrios pudientes, a la que seguirá una revisión integral del resto de los usuarios, que buscará discriminar aquellos que realmente necesiten una ayuda del Estado.

El recorte en el segmento residencial es una medida de bajo impacto en los índices de precios, pero potencialmente rendidora desde una óptica fiscal. Tras una década de tarifas virtualmente congeladas, el peso de la energía y el agua en la canasta de consumo de las familias se vio drásticamente reducido. Hoy ambos servicios cuentan una ponderación cercana al 3% en los índices de precios de la Capital Federal y el GBA, tras llegar a representar una vez y media ese valor a fines de la década del 90. En este contexto, aún si la eliminación de los subsidios abarcara un porcentaje elevado de la población, los incrementos en las boletas residenciales (que en promedio podrían más que duplicarse) tendrían un impacto directo en los índices de precios de entre 3 y 5 puntos porcentuales.

A la luz de los números, la clave para acotar el impacto inflacionario de un recorte de subsidios pasaría por moderar las subas en el rubro transporte, cuyo peso en el consumo de los hogares (y, por ende, en los índices de precios) resulta hoy mucho más elevado que el de la energía. Según nuestros cálculos, en el hipotético caso de una eliminación total de los subsidios, sólo una cuarta parte del impacto final sobre el IPC correspondería a los ajustes en electricidad, gas y agua, mientras que el resto respondería a los ajustes requeridos en las tarifas de transporte (especialmente en colectivos urbanos).

A pesar de su bajo impacto en los índices de precios, la energía se anota la mitad de los fondos destinados a subsidios. De los $63.200 millones presupuestados a tal fin en 2011 (los cuales podrían trepar hasta $70.000 millones), 56% corresponde a energía, 26% a transporte, 11% a empresas públicas y 7% a otros sectores. En este sentido, la estrategia de comenzar recortando los subsidios energéticos tendría un bajo costo en términos inflacionarios, pero potencialmente relevante para las arcas del Estado.

La clave, de todos modos, pasaría por una revisión integral de las tarifas de servicios púbicos. Este sería un elemento fundamental para gatillar inversiones y ampliar genuinamente la oferta, a la vez que permitiría atacar la raíz del drama energético: los bajos precios percibidos por las firmas proveedoras de petróleo y gas natural, fenómeno que viene contrayendo la oferta local y que derivó en la pérdida del autoabastecimiento que históricamente caracterizó a nuestro país.

Desde una mirada más amplia, los cambios en la política de subsidios forman parte de una ráfaga de medidas post electorales que gatillaron toda clase de especulaciones. Los controles cambiarios, las subas de tasas de interés, la reducción de subsidios y las promesas de moderación salarial fueron interpretados por algunos como un cambio incipiente destinado a: 1) conducir una gradual y ordenada devaluación destinada a oxigenar el frente externo y desacelerar la fuga de capitales; 2) frenar el crecimiento de la demanda agregada para bajar la tasa de inflación; 3) reducir el déficit fiscal que, en última instancia, es financiado con dólares de las reservas y pesos emitidos por el Banco Central; y 4) moderar los costos salariales, para converger a un equilibrio inflacionario (o “nominal”) inferior al 20%.

Aunque anunciadas en forma aislada e intempestiva, puestas en perspectiva, las medidas se asemejan bastante a los típicos planes de ajuste destinados a reducir la inflación y a encauzar las cuentas fiscales y externas cuando los zapatos aprietan. Se trata de un brete que el gobierno había logrado evitar en los últimos años gracias a una abundante oferta de dólares y una boyante recaudación impositiva. El problema es que, ahora, los dólares ya no abundan (y por momentos escasean) y la recaudación crece menos que los compromisos de gastos.

Con el nuevo escenario están proliferando toda clase de interpretaciones respecto a cómo el gobierno se irá adaptando a esta nueva realidad. De lo visto hasta aquí, no queda claro si se trata de una estrategia integral apenas explicitada o de una aproximación “caso por caso”, sin una hoja de ruta preestablecida. Las diferencias entre una y otra pueden ser ínfimas a corto plazo pero abismales a mediano plazo, ya que la primera marcará un camino posible para superar los problemas y la segunda podría terminar acorralando el crecimiento en una maraña de controles y regulaciones.