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Martín Guzmán, como Martínez de Hoz, se abraza a su tablita hasta el fin

 La devaluación es ya un hecho, y sin plan, se volverá uno catastrófico. Un poco tarde, piden plata al FMI. Pero tendrían que ofrecerle cambios que Cristina Kirchner seguirá rechazando. ¿Hay salida?

Martín Guzmán declara que morirá con las botas puestas resistiendo una devaluación. Pero ella se produce igual todos los días: en la pizarra oficial, por propia decisión del ministro de Economía, un poquito cada día, y en los mercados, a todo trapo.

Con sus devaluaciones diarias el gobierno pretende dar una señal a los demás precios, para que la inflación no se desboque. Pero muchos precios suben ya anticipándose a una devaluación abrupta mucho mayor. Y otros desaparecen: son cada vez más los sectores en que la oferta se retrae, las empresas prefieren no vender, a la espera de hacerlo dentro de unos días, a precios que aseguren la reposición de la mercadería.

Algo parecido sucedió entre 1974 y 1975, antes del Rodrigazo. Y poco después, entre 1980 y 1981, de nuevo le pasó a Martínez de Hoz, cuando su tablita de devaluaciones programadas se volvió cada vez menos creíble: también el ministro de la dictadura insistió en su ocaso que una mega devaluación tendría que pasar sobre su cadáver, y que los precios debían acomodarse al dólar que él fijaba, no al que el resto del mundo calculaba pronto habría; pero al final se quedó sin reservas, hubo varias devaluaciones seguidas y, como se hicieron sin plan, fueron caóticas y enormemente destructivas.

¿Terminará igual la historia esta vez, con una devaluación que seguirá al reemplazo del ministro? Es lo que muchos sospechan, y por eso nadie cree en las medidas ni en la palabra de Guzmán, ellas se vuelven inocuas en cuestión de horas, y está buscando un remedio que el kirchnerismo hasta aquí rechazaba porque era supuestamente el pecado más imperdonable de Macri: pedir más al Fondo. ¿Podría esto sí funcionar?

Si lograra volverlo creíble, aunque el acuerdo en sí se demore, podría ser ya mismo una señal de confianza, un bien que por sí misma la coalición de gobierno no está en condiciones de producir. Pero para eso necesitaría que lo respalde el oficialismo en pleno, no sólo el presidente, sino sobre todo la jefa. Y no parece que Cristina esté convencida de que ha llegado la hora de invertir su autoridad sobre la coalición para salvar al gobierno. Y menos todavía de que deba hacerlo en una operación tan abiertamente reñida con sus señas de identidad.

A lo que, curiosamente, también contribuye el propio Guzmán, cuando dice que una devaluación es en realidad innecesaria, porque a diferencia de lo que sucedía, por ejemplo, durante la vigencia de la tablita de Martínez de Hoz, el dólar hoy “no está retrasado”. Así que la corrida no tendría “sustento real”, sería solo el fruto de una operación mediática conjugada con la apuesta de especuladores financieros, genios malignos cuya influencia el kirchnerismo siempre anda combatiendo con la cruz y la hoguera, y frente a los que está menos dispuesto a doblegarse que ante el FMI.

Y es que Guzmán no está tan alejado del credo kirchnerista como necesitaría para asumir en serio la gravedad de la situación que enfrenta. Ignoran, tanto el ministro como la jefa, que en la valuación del peso influyen hoy, bastante más que el superávit comercial, la existencia de un enorme déficit fiscal, incluso mayor que el que existía en 1974 o 1980, y que encima no deja de crecer, y la desconfianza en las autoridades de parte de todos los actores económicos, locales y extranjeros, que también está en niveles inéditos, entre otras cosas porque el gobierno se esfuerza cada vez que puede por mostrarse contradictorio, dividido respecto a qué hacer con la economía. El peso vale, en este contexto, lo que vale la palabra oficial y lo que indiquen las cuentas del Tesoro, no las de la Aduana.

La búsqueda de una salida que se anticipe al estallido se complica además porque nadie quiere decir las cosas como son frente a sus compañeros de ruta: Guzmán se abraza a su tablita, como un Martínez de Hoz progre, también porque sabe que en eso se juega no solo el cargo sino la responsabilidad en el desmadre, que pretende atribuir a los desmanejos de Pesce en el Central; que hace lo mismo con Guzmán abrazándose al cepo, y convenciendo a Alberto para que le dé unos pocos días al ministro para probar que puede hacer crecer la oferta de dólares, antes de mandarlo a volar; un Alberto que tampoco quiere blanquear la gravedad de la situación porque tras el fracaso con la pandemia sería reconocer que ha terminado de fracasar, y no le queda más que pedir clemencia a los accionistas de la empresa; en particular a Cristina y Massa, que mientras tanto orejean sus cartas, a ver a quién le toca hacerse cargo del muerto, y tratan de seducir a los demás socios, los gobernadores, los gremios y las organizaciones sociales, buscando alternativas para hacer de la crisis su oportunidad.

También en este cuadro de disputas cruzadas y desconfianza general se parece el Frente de Todos hoy gobernante a la configuración de poder militar que sostenía a Martínez de Hoz, incapaz de tomar decisiones para prevenir una crisis mayor, precisamente porque sólo una crisis mayor podía destrabar las resistencias y los bloqueos mutuos.

No por nada Alberto dijo en IDEA “estamos en el fondo del pozo, a partir de ahora las cosas solo pueden mejorar”. Y no por nada los empresarios desconfiaron, y varios de ellos advirtieron que se puede estar mucho peor, y vamos camino a comprobarlo bien pronto, no en cuestión de meses, sino de semanas.

En los últimos días se ha vuelto a mencionar como posible salida el ingreso de Massa al gobierno como Jefe de Gabinete, y la designación de Redrado o Lavagna en Economía. ¿Esta fórmula podría funcionar? Si contara con un explícito aval de Cristina, y el compromiso de que disciplinará a su tropa detrás de “lo que haya que hacer”, podría ser. Pero hay demasiados obstáculos que remover en el camino, y poco tiempo.

Ante todo, que igual que con la opción de volver a pedir dinero al Fondo, los involucrados con toda lógica reclamarán que los costos de la devaluación los asuman Guzmán y Pesce antes de irse. Si algo así se intentaba tras arreglar con los bonistas privados, en agosto, podían evitarse esa discusión, pero habiendo perdido tres meses preciosos desde entonces, las cosas lucen mucho más complicadas. Así que es lógico que Massa, junto a los posibles ministros de recambio, prefieran sentarse a esperar.

Cristina debería estar más apurada, porque el capital político que se consume mientras tanto es en gran medida suyo. Por eso se entiende menos que insista en seguir haciendo de esfinge. Pero es la que también más necesita de una conmoción social de proporciones para decidirse a actuar. En 2014 aceptó la devaluación de Kicillof, pero porque había buenas chances de controlar sus efectos, como en gran medida sucedió, sin cambiar nada más. Ahora en cambio hay que tragarse el sapo entero, y flor de sapo, aderezado por el Fondo con compromisos fiscales y reformas. Se entiende que se demore mucho más.

También hay que entender la dificultad de un acuerdo entre ella y Massa: éste ya rechazó la posibilidad de abandonar la presidencia de Diputados y recalar en la Jefatura de Gabinete, cuando se lo planteó Máximo, y está claro que sólo aceptaría el cambio si es para reemplazar en los hechos a Alberto como articulador de la unidad peronista, ejerciendo un control mucho más férreo y extenso del gobierno del que le proporcionaría sustituir a Santiago Cafiero. Pero ¿qué sentido tendría para Cristina reemplazar una gestión tal vez inepta pero sin duda fiel, por la de un consumado traidor, que de tener éxito se volvería para ella una aún peor amenaza?

Si de lo que se trata es de poner un ministro de Economía para hacer antikirchnerismo, lo va a poner ella, nadie más.

Lo que sucede es que el tiempo se está volviendo en contra. Para que funcione un giro de esas características, el fogonazo inflacionario quede atrás y haya algún resultado que mostrar, antes de las próximas elecciones, no puede esperarse demasiado. Pero para justificarlo tal vez haga falta que primero, como dice Alberto, “lleguemos al fondo del pozo”, algo difícil de controlar, en sus tiempos y sus efectos. ¿Qué hacer entonces, esperar o apurarse? En esa estamos.

Marcos Novaro