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El cada vez menos simpático Caballo de Troya de Cristina Kirchner

El Congreso, la Justicia y el Ejecutivo bailaron al ritmo que impuso la jefa. Alberto acompaña con entusiasmo, para disimular su rol de “presente griego” y su pérdida de identidad.


Durante la última semana la radicalización oficial, y más en concreto la decisión de avanzar con la reforma judicial a como dé lugar, desembocó en la peor crisis institucional en mucho tiempo: de pronto no se sabe dónde ni cómo se aprueban leyes en nuestro país. ¿Dónde reside el Poder Legislativo, en los grupos de Zoom o Whatsapp de Sergio Massa y Cristina Kirchner, o en los recintos de Callao y Rivadavia?, ¿quién dirime la legitimidad de los procedimientos, la mayoría circunstancial que manejan los primeros, o la Carta Magna y los jueces encargados de interpretarla? La habitual anomia argentina, la del “país al margen de la ley” que desvelaba a Carlos Nino, está rompiendo sus propias marcas.
Como el oficialismo decidió avanzar en un tratamiento express y “a distancia” de proyectos de ley, que la principal oposición rechaza, ahora tenemos dos enunciados que no se sabe si valen como leyes o son arbitrio de un grupo. Por ahora no se trata de disposiciones que afecten cuestiones esenciales de la vida en común, solo el combate de la pesca ilegal y la asistencia al sector turístico. Pero pronto la designación de cientos de jueces podría ser objeto de la misma incertidumbre, y del mismo conflicto sobre la legitimidad del proceso institucional.
¿Cómo llegamos a esto? Por pasos, sin darnos cuenta. Y sin que varios de los involucrados se dieran tampoco cuenta del lío en que se y nos estaban metiendo: seguramente ni Massa ni Alberto se percataron de lo que podía suceder si apretaban a los opositores al máximo, como quería el comando kirchnerista, en vez de negociar con ellos. Debe haber sido por eso que la primera reacción del presidente fue tratar de calmar las aguas, diciendo que la Cámara Baja no había sesionado el día martes, y nada se había aprobado.
Tuvo que ir Máximo a Olivos a aclararle las cosas, y Alberto confesó entonces que había hablado sin saber. La próxima sería bueno que le pasen la letra antes.
Este es el otro costado del deterioro institucional que estamos viviendo: la palabra presidencial no vale un céntimo, para hablar de los asuntos importantes ella primero nutrirse de los que mandan, para no quedar en off side ni hacer el ridículo.
Por si quedaba alguna duda el propio afectado lo confirmó horas después, en un reportaje a TN: insistió con que “la cuarentena no existe”, dijo no saber nada del padre que no pudo entrar a Córdoba a despedir a su hija moribunda, que la culpa del alza de contagios y fallecimientos la tienen los que protestan violando la cuarentena, que no existe, los gobiernos distritales opositores que flexibilizaron la cuarentena, que no existe, y los porteños en general, rematando con que los opositores también son culpables del conflicto en el Parlamento y que la reforma judicial es suya y no de Cristina, algo difícil de creer desde que Gustavo Béliz tiene paradero desconocido.
Dos días después en un zoom militante abundó en la misma línea: hizo autocrítica por haberse dejado llevar “por necedades” que lo alejaron de Cristina, lo que según él “permitió que llegaran al poder los que siempre hacen daño a los que menos tienen”. “Sufrimos un ametrallamiento mediático” que busca “dividirnos”, pero cuando “ya no hagan falta los barbijos vamos a mostrarles lo que es un banderazo… un banderazo de la gente de bien”. ¡Tomá! “Frentetodismo al palo” se autodenominó el encuentro virtual y la verdad es que estaba bien el lema porque fue ocasión para que Alberto diera rienda suelta al entusiasmo con que ha asumido su rol.
Que consiste ante todo en hacer cumplir lo que él entiende es el mandato electoral: “basta de warfare”, que en el lenguaje más sensato que se usa a ambos lados de la grieta significa impunidad para la jefa. No por nada en el momento en que el Presidente profería esas palabras, el Senado votaba la invalidez de 10 traslados de jueces federales dispuestos por el Consejo de la Magistratura “en los años de la warefare”, con lo cual el oficialismo logró dejar sin magistrados tres causas que afectan a Cristina. Pronto sus abogados reclamarán la invalidez de todo lo hecho en esos procesos. La estabilidad de los jueces, principio cardinal establecido en nuestra Carta Magna, tampoco vale un céntimo. Tercera afrenta al sistema republicano en una semana. No está nada mal.
Debieron haber advertido Fernández y Massa que tensaban la cuerda más de la cuenta. Cuando Béliz fue reemplazado por Beraldi, por ejemplo, o cuando las principales cámaras del país y muchos juzgados se pronunciaron contra la reforma. O cuando mucha gente salió a las calles e impulsó a Juntos por el Cambio, pero también al sector de Lavagna y el bloque de Schiaretti, a pronunciarse en el mismo sentido. ¿Podían seguir avanzando como si nada?
Retroceder ya no podían, y tampoco tenía sentido que se sentaran a negociar. Así que tiraron “toda la carne al asador”, y lo cierto es que lograron avanzar varios casilleros, en poco tiempo, en medio del descalabro económico reinante, del agravamiento de la situación sanitaria y frente a una opinión pública que manifiestamente se expresa en contra de sus iniciativas.
Es que la situación ayuda más que entorpece los planes oficiales. Por más que los opositores digan que es una reforma inoportuna, la verdad es que la oportunidad existe precisamente ahora, con todo el mundo encerrado y buena parte atento a otras urgencias. El presidente sigue perdiendo apoyos, según algunas encuestas ya tiene más imagen negativa que positiva, pero no parece que lo desvele consumir capital político en “asegurar la unidad del FdeT”, y garantizarle a Cristina su más caro objetivo, que la Justicia la disculpe, le pida perdón y la sociedad olvide.
En este sentido hay que reconocer que Alberto pone empeño en su trabajo. Cuando le preguntaron en TN por el rechazo cerrado de los opositores al proyecto contestó que deberían avalarlo porque “va a impedir que se la use en su contra, como hicieron ellos contra sus enemigos”, es decir, contra Cristina. Con esa premisa en mente no es fácil imaginar que vaya a haber un entendimiento, siquiera una tregua.
Y se entiende que Alberto, igual que Massa, sigan dando la cara en los conflictos que de este planteo resultan. Aunque suponga un gran esfuerzo y todo un giro. Ellos decían que “volvían mejores” porque iban a moderar a la señora, y ahora actúan como cabeza del ariete con que ella va perforando lo que queda en pie del juego democrático y las reglas de juego legítimas en nuestro país, en los tres poderes. Pero no es que desde un principio no estuviera en claro qué debían hacer por ella. Lo que tal vez no imaginaron ni calcularon fue la velocidad y la crudeza con que deberían actuar, y la amplitud de las consecuencias que eso iba a tener tanto en el terreno judicial como en el resto de la escena, y para su propia imagen.
Hacía falta un mascarón de proa, más precisamente un Caballo de Troya, para burlar las defensas que la amplia mayoría de los actores políticos, y también de los votantes, levantaban contra su vuelta al poder, aún en medio del derrumbe de la gestión económica macrista. Sin que se dieran cuenta de que estaban siendo burlados. Alberto se entusiasmó con cumplir ese papel, no sólo porque lo salvaba de terminar su carrera como comentarista, un compañero de mascarada de Julio Bárbaro, que es en lo que se estaba convirtiendo luego de fracasar con el Frente Renovador de Massa y con Cumplir de Randazzo. Y también porque debió pensar que iba a poder desempeñar mientras tanto otro rol, para él y el resto del peronismo más importante, domesticar al monstruo, meter de nuevo en la lámpara al genio maligno liberado con la radicalización K desde 2007.
Fue ingenuo al considerarlo factible. Y sobre todo fue poco perspicaz a la hora de aprovechar las no tan escasas oportunidades que se presentaron para llevarlo adelante. Porque si no aprovechaba el impulso inicial para establecer algunos puntos firmes en que sostenerse luego le iba a ser más difícil. No lo hizo al asumir, y tampoco en el pico de su popularidad, al comienzo de la cuarentena.
Así como tampoco advirtió la dimensión de la intervención sobre la Justicia a que su compromiso lo obligaba, ni las repercusiones que eso iba a tener en el resto de la gestión y del sistema político. Porque una vez que franqueara las puertas de la ciudad, esta caería en manos de la artífice del presente griego, no de las suyas.
Ahora ya no le queda más que seguir la dirección del viento, hacer lo que sea para que Cristina entre a la historia por la puerta grande, y rezar para que le deje algo de autonomía mientras tanto, y sobre todo después.
¿Alcanzará su esmero para que Cristina satisfaga su ambición? Es complicado, porque sus delitos están tan documentados que no alcanza con mover a unos jueces y fiscales de lugar, hay que meter el cuchillo hasta el fondo, poner patas para arriba los tribunales y la misma Corte, solo así podría hacerse desaparecer todo lo que se sabe ya indiscutiblemente de la mafia en que se convirtió el kirchnerismo casi desde que emergió. Lo desorbitado de la meta que se han propuesto permite entender lo desorbitado de las acciones con que tratan de alcanzarla. Y aún si se diera el mejor de los casos para sus necesidades, difícilmente el asunto deje de ser disputado.
¿Y todavía creerá Alberto que, una vez asegurada su impunidad, Cristina le dejará de apretar el pescuezo y él podría dar un rumbo más “personal”, y hasta “moderado”, al resto de su mandato? ¿En medio del descalabro pospandemia, cuando habrá que elegir a qué gobernadores o intendentes salvar con recursos, de dónde sacar esos recursos, y a quiénes echarle la culpa de su escasez y el empobrecimiento generalizado? ¿Cuándo llegue la hora de competir por mayorías absolutas y fieles en las cámaras? Alberto es capaz de creérselo, aunque cueste creerlo. Habrá que ver cuántos siguen acompañándolo. Porque trucos como los del caballo son geniales, pero solo funcionan una vez.
Marcos Novaro