Jorge Enríquez
Las elecciones de medio
término en los Estados Unidos no parecen haber alterado
sustancialmente el escenario político de ese país. Si
bien ambos partidos se proclamaron vencedores, no existen razones
para una exagerada algarabía en ninguno de ellos.
Los demócratas recuperaron el control de la Cámara de
Representantes y los republicanos mantuvieron su mayoría en el
Senado.
Esto último era lo
esperado. Resultaba muy improbable que los demócratas pudieran pasar
a ser mayoritarios en la Cámara alta. En cambio, el resultado en la
Cámara de Representantes estaba abierto, aunque las tendencias
favorecían a los demócratas. El triunfo de estos es importante para
ese partido, pero no tuvo la envergadura que ansiaban los más
optimistas de entre sus miembros.
En efecto, no se dio la
"ola azul". Fue una victoria clara pero no apabullante. A
partir de ahora, Donald
Trump gobernará con mayores dificultades para la sanción de leyes.
No es novedad en los
Estados Unidos que el partido del presidente no disponga de mayoría
en alguna de las Cámaras. Pero tradicionalmente la cultura política
norteamericana y el sistema electoral y de partidos, que dan primacía
a las cuestiones locales por sobre las nacionales, permitía
negociaciones que trascendían a los partidos. El problema actual es
que ellos también están padeciendo una grieta y los acuerdos se
tornan más difíciles.
En efecto, se da en los
Estados Unidos un fenómeno preocupante que sucede actualmente en
muchas partes del mundo: la ausencia del centro. Los moderados son
sustituidos por dirigentes de posiciones extremas.
Por eso, aunque perdió
parte de su caudal de representantes, muchos analistas sostienen que
ahora el Partido Republicano está más homogéneamente encolumnado
detrás de Trump. Los demócratas, por su parte, todavía no tienen
todavía ningún liderazgo definido.
Pese a todas sus
extravagancias, y firmemente montado sobre un sostenido incremento de
la actividad económica y un bajísimo desempleo, Trump
tiene actualmente chances de ser reelecto. En cualquier caso, pocos
apostarían ahora a que no llegará al final de su mandato, como se
especulaba en los tormentosos primeros meses de su gestión.
El nuevo escenario impedirá
o dificultará a Trump avanzar en ciertas leyes que forman parte
central de su agenda, como las referidas a la inmigración o al
Obamacare (sistema de cobertura en salud). Lo que no logró en los
dos primeros años de su gestión, con el control de su partido de
ambas Cámaras del Congreso, es raro que lo logre en los dos últimos.
Los demócratas, además,
más entonados desde el martes pasado y a punto de asumir la
presidencia de la Cámara de Representantes, están dispuestos a
llevar adelante investigaciones sobre Trump, cuya sola mención ya
incomoda al primer mandatario. Su irritación se puso de manifiesto
durante una conferencia de prensa en la que se molestó por unas
preguntas de un cronista de la CNN y le hizo quitar el micrófono y
más tarde expulsarlo como periodista acreditado en la Casa Blanca.
La experiencia de "gobierno
dividido" debería favorecer las negociaciones y los acuerdos
entre partidos. No obstante, el carácter de Trump y su pretensión
de ser una figura antisistema empujan en la dirección contraria.
El resultado debería ser
un menor número de leyes y un mayor uso por parte de cada Cámara de
sus funciones privativas, lo que a su turno potenciará la
polarización de la sociedad. No son buenas noticias para un país
que fue siempre respetuoso de la institucionalidad.
El autor es diputado
nacional por CABA (Cambiemos- PRO).