Por
Jorge R. Enríquez
Las
tomas de colegios secundarios son una muestra significativa del
deterioro que la Argentina ha sufrido en muchos campos. Todo es
absurdo en ese conflicto artificial.
En primer lugar, el
“casus belli” no es más que un proyecto del Poder Ejecutivo de
la Ciudad de Buenos Aires de reglamentar en el ámbito de su
competencia territorial un aspecto ya previsto en la ley de educación
sancionada durante el gobierno kirchnerista, que contemplaba las
pasantías como un modo de complementar en el final del ciclo
secundario los conocimientos teóricos con nociones preliminares de
la práctica efectiva del trabajo.
El kirchnerismo le ha
dado, cuando está en la oposición, un sentido negativo al mismo
texto que, cuando era gobierno, impulsó y sancionó. Lo que antes
era una herramienta para enriquecer a los jóvenes, ahora esconde la
intención perversa del neoliberalismo de explotar a los niños, como
en la Inglaterra victoriana.
Por cierto, esa
iniciativa es, como cualquier otra, susceptible de debate. Pero el
debate implica expresión de opiniones, no usurpación de edificios
públicos. La toma de colegios se ha naturalizado como si se tratara
de un derecho de los alumnos. Hasta las autoridades de las
instituciones tomadas nos informan del resultado de las votaciones en
las asambleas. Al respecto, es necesario aclarar: 1) que en esas
asambleas votan ínfimas minorías de estudiantes, porque a la
mayoría no le interesa participar o teme ser objeto de presiones si
se manifiesta en contra de lo que deciden las minorías activas (tan
minoritarias que los partidos a los que están vinculados obtienen en
las elecciones cifras marginales); 2) que, aún cuando votaran
todos los estudiantes, en elecciones transparentes y secretas, y el
resultado adoptado por unanimidad fuera la toma, se trataría de una
determinación sin efecto alguno, ya que está fuera de las
atribuciones de una asamblea estudiantil cometer un acto ilegal, como
lo es una usurpación de un edificio público.
Más llamativa todavía
es la actitud de algunos padres, que apoyan con entusiasmo esas vías
de hecho. En los adolescentes, puede ser una expresión de rebeldía;
en los adultos, es la exhibición de un patetismo inconcebible.
Quieren vivir a través de sus hijos una revolución imaginaria que
no pudieron consumar en su juventud. Un setentismo decadente que, si
no tuviera consecuencias tan penosas, daría risa.
Es especialmente
ridícula la toma por parte de los alumnos del Colegio Nacional de
Buenos Aires y de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini,
porque, en tanto colegios preuniversitarios dependientes de la
Universidad de Buenos Aires, no se ven alcanzados por la reforma. La
solidaridad que declaman es un mal disimulado espíritu paternalista
y pedante de quienes se consideran una vanguardia esclarecida.
Las tomas constituyen
un delito y violan el derecho de enseñar y aprender consagrado en la
Constitución Nacional. La mayoría de los estudiantes quiere
aprender y progresar, así como la mayoría de los padres quiere que
sus hijos se capaciten para disponer de los instrumentos que les
permitan gozar de buenos trabajos, altos salarios y una vida digna.
Pero la pasividad y mansedumbre de la mayoría despeja el camino para
que las minorías intensas, profundamente antidemocráticas, se
salgan con la suya. Los que lloran todos los días por la educación
pública y nos llenan de consignas vacías son los mismos que
lograron que la transferencia de alumnos a las instituciones privadas
en los últimos años no tenga parangón en la historia. Son los
efectos del progresismo falso y reaccionario que se ha ido insertando
en vastas capas de nuestra dirigencia. Hay que ponerlo en evidencia y
enfrentarlo. No hace falta inventar nada. Solo hay que cumplir la
ley.