Por Jorge R.
Enríquez
La
desaparición de Santiago Maldonado viene siendo explotada por el
kirchnerismo como un recurso que le permita mejorar en octubre su
pobre perfomance en las PASO. Se ha querido hacer de este lamentable
episodio un caso que demuestre lo que desde el mismo día de la
inauguración de la presidencia de Macri el kirchnerismo da a
entender: que es un gobierno ilegítimo.
¿Qué
mejor, entonces, para esos propósitos, que vincular al gobierno de
Cambiemos con el procedimiento más tenebroso y brutal empleado por
la última dictadura militar, la desaparición forzada de
personas? Es una operación tan burda que no debería
merecer mayores comentarios. Sin embargo, es necesario ponerla en
evidencia porque el esfuerzo propagandístico que la alimenta es
considerable.
El
único hecho cierto es que un ciudadano, Santiago Maldonado, no
aparece desde hace un mes. De este dato objetivo a la afirmación
sobre su desaparición forzada medía un enorme trecho, que por un
lado es inconcebible en las actuales circunstancias de la Argentina y
por el otro carece de la menor prueba.
Empecemos
por lo último. No está probado, como se repite hasta el cansancio,
que Maldonado haya sido detenido por la Gendarmería. Se invoca el
supuesto testimonio de dos personas de la comunidad mapuche, que no
declararon judicialmente porque pretendían hacerlo encapuchadas y
sin exhibir su documento de identidad. Es decir, no hay nada más que
vagas versiones.
Pero
lo que debe quedar muy claro es que no toda desaparición de una
persona es una desaparición forzada, con las precisas implicancias
jurídicas que tiene este concepto. En el caso que nos
ocupa, no se ha probado, ni hay siquiera indicios relevantes sobre
ello, que Maldonado fuera privado de su libertad, ni que esa supuesta
privación hubiese sido cometida por agentes del Estado, ni que el
Estado hubiera negado información al respecto o se negara a expresar
el paradero de Maldonado. No lo ha informado, es cierto, pero por la
sencilla razón de que no lo conoce. El gobierno nacional ha puesto
todos sus recursos en la búsqueda de este joven.
Pero
vayamos a la pregunta principal: ¿alguien en su sano juicio puede
creer que el gobierno de Cambiemos, integrado por un joven partido,
el PRO, por la Coalición Cívica liderada por una personalidad
indiscutible en el campo de la ética pública como Elisa Carrió, y
por la Unión Cívica Radical, el partido que impulsó en 1983,
contra la opinión del peronismo, los juicios a los comandantes en
jefe de la dictadura militar, va a promover la desaparición forzada
de personas?
Lo
que es verdaderamente repugnante es la manipulación de este tema tan
sensible, por parte de quienes solo procuran una ventaja política.
En este marco, las indicaciones del gremio docente Ctera a sus
afiliados para que les enseñen a los niños que Maldonado fue
desaparecido por la Gendarmería y que el gobierno de Macri lo
promovió y lo oculta – aunque se usen otras palabras lo que se
sugiere es claramente eso - es canallesco.
Nada
tiene que ver esa grosera operación, de tintes totalitarios, con la
libertad de cátedra ni con la necesaria discusión –adaptada a las
diferentes edades- sobre temas de actualidad, siempre que sea para
informar, para despertar la curiosidad y el espíritu crítico, y no
para imponer dogmas. La mayor perversión ocurrió en escuelas de
ciudades de Chubut y Río Negro en las que se les exhibieron a los
niños fotos de gendarmes a los que se señalaba como los asesinos de
Maldonado. Algunos de esos alumnos eran hijos de los gendarmes
difamados.
Todos
los argentinos de bien deseamos la aparición de Santiago Maldonado y
de cualquier otra persona desaparecida. No necesitamos colgarnos
ningún cartel para demostrar nuestro compromiso sincero con los
principios más elementales de una sociedad que se organiza en torno
al Estado de Derecho. Es precisamente uno de esos principios, el de
inocencia, el que nos impide acusar sin pruebas. Para quienes
defendemos verdaderamente, no hay desapariciones de primera, las de
los militantes de izquierda, y de segunda, las de categorías
inferiores como los guardiacárceles, según la doctrina sentada en
estos días por Hebe de Bonafini, a la que por una extraña ironía
de la historia muchos siguen identificando como la encarnación
viviente de los derechos humanos.