Por
Jorge R. Enríquez
Me
apresuro en señalar que la gran mayoría de los jueces y demás
funcionarios judiciales cumple su función con dedicación y
probidad, pero hay magistrados, sobre todo algunos que sustancian
causas vinculadas a la corrupción, que demoran inexplicablemente los
procesos, no investigan con profundidad, adoptan distintos criterios
para casos similares o directamente sobreseen con extrema ligereza,
revelando una grosera parcialidad. También hay jueces que llevan un
tren de vida absolutamente incompatible con sus ingresos como tales.
Uno de los casos emblemáticos es el de Eduardo Freiler, quien no
puede explicar el desmesurado aumento de su patrimonio. El Consejo de
la Magistratura no pudo iniciarle el juicio de remoción por el
bloqueo de los consejeros kirchneristas. También es indignante para
la sociedad la permanencia en su cargo de la Procuradora General,
Alejandra Gils Carbó, quien de la manera más desembozada ha
manipulado las designaciones de fiscales y ha perseguido al fiscal
José María Campagnoli cuando este comenzó a investigar operaciones
de lavado de Lázaro Báez.
Recientemente,
el repudiable sobreseimiento de Amado Boudou es un ejemplo más de
la justicia que no queremos. Si hubo prescripción es porque hubo
negligencia en quienes debían impulsar la causa. La gente está
harta de que por tecnicismos los corruptos siempre se salven. Este
proceso era quizás el menos grave de los que afectan al ex
vicepresidente, pero su insólita conducta respecto de quien había
sido su cónyuge lo retrata de cuerpo entero.
Boudou
no era discriminatorio: se quedaba tanto con una fábrica de billetes
como con un auto usado. Este personaje farsesco, que habría hecho
las delicias de un Moliére, ocupó las más altas magistraturas de
la Nación. A la indignación de su sobreseimiento la compensamos con
creces al pensar que hemos cambiado completamente. Ya no somos el
hazmerreír del mundo, sino un país serio y responsable que encara
resuelto el futuro al amparo de la Constitución.
Ante
las descaradas operaciones para mantener la impunidad que llevan
adelante legisladores y miembros del Consejo de la Magistratura
pertenecientes a la fuerza política que gobernó doce años, somos
los ciudadanos los que tenemos que hacer oír muy fuerte nuestra voz.
A diferencia de lo que ocurrió hasta el 9 de diciembre de 2015, el
Poder Judicial goza ahora de la más completa independencia. No hay
aprietes, carpetazos ni amenazas de ninguna índole. Pero en un país
habituado a un presidencialismo abusivo, que concentra en sí todas
las funciones y avasalla a los demás poderes, se oyen quejas de
algunas personas que atribuyen las demoras en las causas de
corrupción al presidente.
Es
un grosero error. El presidente, sus ministros y los representantes
del oficialismo en el Consejo de la Magistratura son los que más
luchan contra la impunidad. La mera sospecha de una irregularidad de
un funcionario -que a la postre se demostró carente de fundamentos-
bastó para que Mauricio Macri decidiera suspenderlo preventivamente.
Un giro copernicano en nuestras prácticas. Si las causas no avanzan,
si los máximos responsables del desfalco siguen en libertad, no es
por desidia del gobierno nacional, sino por la existencia de algunos
jueces y fiscales que son cómplices -aunque solo sea por su
inacción- de la impunidad.
El
caso de De Vido es uno de los más emblemáticos, pero no es el
único. No se logró la mayoría necesaria para expulsarlo de la
Cámara de Diputados, pero la sesión sirvió para que la sociedad
asistiera a la divisoria de aguas: de un lado, los que defienden una
República fundada en la ética; del otro, los que quieren que el
Congreso sea un aguantadero de los que se quedaron con el dinero y
con los anhelos de millones de argentinos.
Por
eso, sin perjuicio de la necesidad de renovar los esfuerzos en cada
uno de los niveles del gobierno en que corresponda, es la sociedad la
que debe desempeñar un rol activo en defensa propia. Actos como el
del miércoles no bastan por sí solos, pero mantienen viva la llama
de la justicia. Que se notifiquen los magistrados que en lugar de
cumplir su deber y aplicar rectamente el derecho están más tiempo
basculando al compás de los aires políticos.
Si
no quieren hacer el trabajo para el que fueron designados, que
renuncien y dejen el camino despejado a tantos argentinos de bien que
se sentirían orgullosos de poder impartir justicia. Nos hacen falta
jueces dignos a los que no les tiemble el pulso si tienen que mandar
a la cárcel a delincuentes que ensucian la política, que es una de
las actividades más nobles cuando se la ejerce con limpieza y sin
otra finalidad que servir al interés general.
Sin
justicia independiente no hay República y sin República no hay
libertad. La siesta judicial es el sueño de los corruptos.