Por
Jorge R. Enríquez
Algunos
legisladores proponen ampliarla, pero lo importante es que se
mantenga estable a lo largo del tiempo y que sus renovaciones se den
natural y paulatinamente. Lo peor es que cada presidente quiera tener
su Corte.
Mauricio
Macri ha obrado con sentido republicano. Postuló a dos juristas de
impecable trayectoria, ninguno de los cuales ha pertenecido a su
fuerza política. Rosatti es de origen peronista y Rosenkrantz de
origen radical. Pero, más allá de sus filiaciones políticas, son
dos personas muy valoradas en el ámbito del derecho.
La
Corte se encuentra ahora compuesta por cinco personas designadas por
tres distintos presidentes: Juan Carlos Maqueda, por Duhalde; Ricardo
Lorenzetti y Elena Highton de Nolasco, por Néstor Kirchner; y
Horacio Rosatti y Rosenkrantz por Macri.
Carlos
Rosenkrantz es una figura sobresaliente en el campo académico, pero
también lo es en el profesional. Fue discípulo del gran Carlos
Nino, se graduó en la Facultad de Derecho de la UBA con medalla de
oro, se doctoró en Yale, una de las más prestigiosas universidades
norteamericanas, fue designado profesor titular de Teoría del
Derecho siendo muy joven, enseñó también en los Estados Unidos y
en los últimos años se desempeñó como rector de la Universidad de
San Andrés. Pero, al mismo tiempo, ejerció activamente la profesión
de abogado.
Se
trata, entonces, de un jurista que reúne condiciones de excelencia y
en quien podemos confiar como intérprete de la Constitución
Nacional. Se podrán compartir o no sus votos, pero estoy seguro de
que todos ellos estarán muy bien fundados y no tendrán otro norte
que la más estricta aplicación del derecho a los casos en los que
le competa pronunciarse.
Los
jueces gozan ahora de la más absoluta independencia del poder
político. Es importante que, en este nuevo escenario -tan diverso
del que vivieron durante muchos años- sepan desenvolverse con
libertad pero sin traspasar la línea que separa sus competencias de
las de los otros poderes. Es a los órganos políticos, surgidos
directamente de la voluntad popular y renovables periódicamente, a
quienes les corresponde determinar las políticas públicas y las
asignaciones de recursos siempre escasos, atendiendo a prioridades y
a una multitud de variables. El acierto o el error de tales
decisiones es juzgado por el electorado. Lo que los magistrados deben
hacer es controlar que esos actos no vulneren la Constitución ni las
leyes, pero no sustituir la discrecionalidad del Congreso o el Poder
Ejecutivo por la suya propia mediante vagas remisiones a criterios de
justicia y razonabilidad que muchas veces esconden parámetros de
oportunidad, mérito y conveniencia que la jurisprudencia del alto
tribunal ha considerado siempre ajenos a la función jurisdiccional.
En
tal sentido, es también auspicioso el ingreso de Rosenkrantz a la
Corte Suprema porque, a juzgar por las opiniones que ha vertido en
publicaciones y conferencias, no es aventurado suponer que será
entre sus colegas quien más lejos se encuentre de posiciones que
puedan caracterizarse como populismo judicial.