Por
Jorge R. Enríquez
La
cuestión de las tarifas de la energía está en el centro del debate
público por estas horas. Y está bien que así sea, porque
ejemplifica de modo elocuente un fenómeno más amplio en el que se
inscribe, el del populismo. El populismo se acentuó dramáticamente
en los últimos doce años, pero su incidencia en la vida argentina
es mucho más antigua. Ha permeado de tal modo nuestra cultura,
nuestros hábitos, que no es fácil de erradicar. El primer paso,
claro, es no tener un gobierno populista, pero mientras no cambie la
mentalidad de gran parte de los argentinos, el mejor gobierno tendrá
grandes problemas para revertir la decadencia.
¿Qué
es, en resumidas palabras, el populismo? El sacrificio del futuro en
el altar del presente. El tema tarifario lo ilustra con claridad.
¿Por qué nos falta energía y debemos importarla a un costo que
agrava considerablemente el ya alto déficit fiscal? Porque durante
más de doce años las tarifas del gas y la electricidad estuvieron
congelados, pese a que en ese período la inflación creció
considerablemente.
Las
consecuencias fueron la disminución de la inversión (nadie invierte
para perder plata) y el aumento exorbitante de la demanda (un bien
que se abarata es más demandado). Mientras los países serios
procuran que sus habitantes restrinjan el consumo de la energía –
por varios motivos, entre otros, ambientales -, nosotros la
dilapidábamos alegremente. Mayor demanda y menor oferta fue un
cocktail explosivo. De sobrarnos la energía, pasamos a necesitar
importarla.
¿Cómo
se soluciona este grave problema, que no solo afecta nuestra
calidad de vida sino que es un freno al crecimiento de la producción?
Por varios caminos, pero fundamentalmente emitiendo señales
favorables para la inversión. Reglas claras y permanentes, respeto
por los contratos, seguridad jurídica. Y, también, un sinceramiento
de las tarifas para que invertir en el sector sea atractivo y no una
vía segura para la quiebra.
Por
supuesto, esto último no es agradable para nadie. Todos nos
acostumbramos a derrochar la energía y a creer que era un servicio
virtualmente gratuito. Pero no lo es. El gobierno nacional comenzó
esa tarea de sinceramiento, mediante medidas que contemplan también
la protección de los sectores más vulnerables. Es probable que se
hayan cometido errores. Los que se han detectado, ya se están
revisando. Pero nadie en su sano juicio puede pensar que sin un
aumento de las tarifas podamos resolver la cuestión energética.
Los
que se niegan a ese aumento, deberán explicar si proponen pagar la
energía con más inflación, más deuda o más impuestos. Porque lo
que no se paga de una forma se paga de otra. No hay almuerzos gratis.
Los jueces deben también comprender las consecuencias de sus
decisiones. No es necesario que sigan cursos de Economía y Derecho.
El más elemental sentido común debería persuadirlos de la
necesidad de terminar de una vez con el populismo energético, si es
que queremos edificar un futuro de efectiva mejora de la calidad de
vida.