Como
lo ha recordado esta semana el profesor Luis Alberto Romero en un
lúcido artículo en La Nación, "la grieta" tiene orígenes
muy antiguos en nuestro país. Gran parte de la historia argentina
está atravesada por tales divisiones: morenistas y saavedristas,
federales y unitarios, conservadores y radicales, peronistas y
antiperonistas, etc.
Se
podría refutar esa visión negativa del problema señalando que en
todos los países democráticos la sociedad se divide de acuerdo a
diversas tendencias ideológicas, y que en los de democracias más
consolidadas tales divisiones suelen expresarse binariamente:
laboristas y conservadores en Gran Bretaña, demócratas y
republicanos en los Estados Unidos. Y, sin embargo, esos
fraccionamientos no son vistos de un modo peyorativo, sino más bien
de la manera contraria: como la mejor evidencia de sociedades
plurales y abiertas.
Pero
nuestra grieta expresa otra cosa. Entre laboristas y conservadores,
demócratas y republicanos, hay alternancia. También, hay acuerdos
parlamentarios. En general, pese a que muchas veces los debates
pueden ser muy arduos, existe un sentido del fair play. Ese sentido
se funda en que todos los actores políticos reconocen la legitimidad
de los demás. En la Argentina agrietada, el kirchnerismo se presenta
a sí mismo como único representante legítimo del pueblo.
Esa
es la diferencia sustancial de la grieta con otro tipo de divisiones,
legítimas y enriquecedoras, que las sociedades abiertas albergan.
Cuando una corriente política se piensa a sí misma como la
encarnación de la voluntad popular, de la patria o de la Nación, es
natural que entienda que otras que compiten con ella son enemigas del
pueblo, de la patria o de la Nación. La consecuencia inevitable de
tal enfoque es que, aunque esa corriente política haya sido elegida
en elecciones democráticas intachables, y alcanzado el poder con
amplias mayorías, el gobierno que llevan adelante es esencialmente
ilegítimo.
Por
eso, ya desde las primeras horas del gobierno de Mauricio Macri
varios voceros del kirchnerismo lo calificaron de dictadura y muchos
de ellos, aún sin recurrir a ese término, convocan a la
resistencia, como si se tratara de una fuerza extranjera de ocupación
o de un gobierno de facto. En la democracia los partidos opositores
controlan al gobierno, lo critican y proponen planes alternativos,
además de acordar con él cuando así lo estiman conveniente para
los intereses del país. Pero no resisten. Usar esa palabra que evoca
tantas luchas libertarias -como la de los franceses contra la
ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial- en el contexto de un
sistema democrático es malversarle absolutamente su significado.
"Nadie
es la patria, pero todos lo somos", escribió Jorge Luis Borges
en un poema. La patria es la suma de todas las personas que habitan
un espacio soberano. Nadie por sí solo representa a todo el pueblo.
Esa concepción unanimista, que se nutre de conceptos arcaicos y
falsos como el del "ser nacional", se halla en las
antípodas de la genuina democracia y se emparenta con doctrinas que
justificaban las monarquías absolutas. Ninguna persona o partido
pueden pensar -aunque así no lo digan- la frase que se atribuye a
Luis XIV: "L´Etat c´est moi".
Mientras
persista esa concepción, será difícil cerrar la grieta. Es
imprescindible que todos los actores políticos admitan que los otros
son legítimos, que por tener ideas distintas no son enemigos de la
patria, sino personas que persiguen el interés general del modo en
que lo creen mejor. Se trata de modificar pautas de conducta con
largo arraigo en nuestra comunidad. El gobierno de Mauricio Macri
está dando claros ejemplos de cambio. Entre otras cosas, ha hecho
del diálogo un ejercicio permanente. Dialogar con quien piensa
distinto no es un síntoma de debilidad, sino de fortaleza. Expresa
una idea de la pluralidad de la democracia, pero también parte de
reconocer que todos somos falibles y que escuchar las razones del
otro nos puede permitir corregir errores.
La
grieta tiene una larga historia en la Argentina. Ya es hora de
comenzar a cerrarla, no para que todos pensemos lo mismo, sino para
que el rumbo general del país no se sustente sobre un único sector,
sino que incorpore la enorme variedad de matices que enriquecen la
vida social. La democracia no termina el día de las elecciones. En
ese momento recién comienza.