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UN PUERTO SEGURO PARA EL LAVADO

La Argentina está entrando en una zona de turbulencias.
A más de dos años y medio del final de su mandato, la presidencia de Cristina Kirchner marcha a los tumbos y no se vislumbra ninguna rectificación que permita reencauzar este barco a la deriva.
En el orden económico la escalada del dólar marginal se explica en factores mensurables -como el notable retraso cambiario originado en la negada inflación- pero también en factores psicológicos como las expectativas negativas respecto de la economía. Por eso algunos economistas sostienen que podría subir mucho más, aumentando la brecha con el dólar oficial hasta extremos inéditos.
La señora de Kirchner, a todo esto, promete que mientras ella sea presidente no devaluará. Alguien deberá explicarle que de hecho viene devaluando hace rato, porque el dólar oficial se va corrigiendo. El problema es que lo hace a un ritmo menor al de la inflación. Claro que toda devaluación importante tiene efectos inicialmente negativos porque en un contexto inflacionario tiende a agravar ese flagelo y se hace, aunque sea por vías indirectas, sentir en el poder adquisitivo, pero no devaluar tiene costos tal vez más preocupantes, ya que la pérdida de competitividad de nuestra economía se traducirá en menos actividad y menos empleo.
En este marco, signado además por constantes amenazas de violaciones a la seguridad jurídica, nadie invierte, es decir, nadie apuesta al futuro.
Pero el problema económico, aún siendo significativo, podría resolverse con relativa facilidad -dado que las condiciones externas siguen siendo muy favorables- si se pudiera solucionar el problema político.
Este es el más serio. Se origina en una concepción del poder cada vez más autoritaria, dispuesta a dar por tierra con todo límite o control, como se ve claramente cuando se analiza la reforma judicial. Si a esto le agregamos que la conducción del país está en manos de una persona con indudables trastornos de megalomanía, dotada de una personalidad paranoide, entonces el panorama se complica.
Por otra parte, el festival de declaraciones absurdas de altos funcionarios del gobierno nacional no nos da tregua.
El último aporte a esta caravana de la insensatez lo realizó el titular de la Dirección General Impositiva (DGI), Angel Toninelli. Este, preguntado por las razones que utiliza ese organismo para aprobar o denegar la compra de divisas, sostuvo que "no es la fórmula de la Coca Cola, pero se le parece bastante". Y agregó:
“Es una fórmula que se cambia periódicamente, tiene ingredientes que los pone el Banco Central y la AFIP, y otros que los pone Dios. La verdad, no lo puedo explicar porque no conozco exactamente cómo va operando".
Estas afirmaciones deberían figurar de ahora en más en los manuales de Derecho administrativo y constitucional como ejemplos cabales de acto arbitrario. Uno de los requisitos esenciales del acto administrativo es su motivación. No se trata sólo de decidir, sino que deben darse los fundamentos de la decisión. Es una consecuencia natural del Estado de Derecho, en el que las normas no surgen de la mera voluntad caprichosa de los funcionarios.
Decir que algunos ingredientes de esa fórmula "los pone Dios" es intentar una burda humorada que reconoce del modo más explícito el carácter arbitrario de esas determinaciones.
Como no se expresan los fundamentos del rechazo de la solicitud de divisas, es imposible plantear recursos contra él. ¿Cómo criticar lo que se ignora?
Uno de los elementos del sistema republicano es la publicidad de los actos de gobierno. La publicidad comprende no solamente lo que llamamos la parte dispositiva -qué se decide- sino los motivos de la decisión. Ocultar los motivos es tanto como ocultar los actos, es decir, se trata de una conducta totalmente ajena a las prácticas republicanas.
El titular de la DGI nos toma el pelo a todos. O tal vez no sabe ya cómo disfrazar tamaña arbitrariedad. Ni siquiera tiene a mano una explicación falsa pero no ridícula. Acaso, como Lorenzino, también él se quiere ir.
La capacidad de asombro es ilimitada. No terminamos de sorprendernos de una medida desopilante cuando ya una nueva hace olvidar a la anterior.
Hace unas semanas, Jorge Lanata puso en el tapete la existencia de un sistema de corrupción monumental, organizado desde el vértice del poder, así como el grosero lavado de dinero realizado por empresarios del círculo presidencial. La respuesta del gobierno: legitimar el lavado.
Las personas honestas y trabajadoras son castigadas con la mayor presión tributaria que se conozca; a los que poseen dinero oscuro se les permite blanquearlo sin preguntas. Más aún, se les retribuye la operación con intereses.
A quienes que pueden ahorrar unos pesos y, no con un fin de lucro sino de mera preservación del valor de lo obtenido por su trabajo, quieren comprar dólares se los trata de delincuentes. A los verdaderos delincuentes, se les pone una alfombra roja y se los recibe con champagne.
Mientras se dice que el dólar no tiene ninguna importancia, el gobierno se desespera por los dólares. 
Algo huele mal en la Argentina. Discépolo escribió "Cambalache" en los años treinta del siglo pasado, pero lamentablemente su tango tiene hoy más actualidad que entonces: "No hay aplazaos ni escalafón,/los inmorales nos han igualao".
Ningún economista serio cree, además, que estas medidas, además de su inmoralidad, vayan a cumplir ningún objetivo de política económica. La situación no se arregla con parches, sino con un plan integral que se base primordialmente en recrear la confianza perdida. ¿Pero quién, que no sea un malhechor, le va a dar sus dólares a un gobierno que es un incumplidor serial?
El episodio ha servido para que tomemos nota, por primera vez, de la existencia de un "equipo económico". Pero la puesta en escena fue percibida más con pánico y con sorna que con expectativas favorables por la sociedad. El elenco fue bautizado "Los Cinco Grandes del Mal Humor" o "Los Cinco Jinetes del Apocalipsis". Las declaraciones de los funcionarios fueron confusas, contradictorias, dogmáticas. La incomodidad que sentían se reflejaba en sus gestos. El menos incómodo era Moreno, para quien mentir es una segunda naturaleza.
La conclusión es que, al tiempo que niega los problemas y pinta escenarios paradisíacos, el gobierno ya no puede ocultar su desesperación por no saber cómo reconducir un barco a la deriva. Si quiso enderezarlo con esta exhibición, sólo permitió comprobar que su desorientación ya es un riesgo concreto para todos los argentinos.