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Los ‘pititas’, el movimiento contra Evo Morales que llega a las elecciones de Bolivia partido en dos

 

El movimiento de las clases medias y acomodadas que alentó el derrocamiento del expresidente se divide entre partidarios de Carlos Mesa y el ultraconservador Fernando Camacho.



Se les conoce coloquialmente como pititas. Son los cientos de miles de manifestantes y activistas digitales que hace un año paralizaron Bolivia durante 21 días y que se atribuyen el derrocamiento del expresidente Evo Morales en noviembre de 2019. Este movimiento llega a las elecciones del domingo dividido entre dos opciones: Carlos Mesa, que tiene más posibilidades electorales respecto a su gran adversario, el Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales, y Luis Fernando Camacho, dirigente ultraconservador que fuera el líder de las protestas callejeras contra el entonces mandatario.

Aunque con diferentes preferencias electorales, los pititas son una identidad social y política cuyo papel en la política boliviana ha sido decisivo en los últimos doce meses. Esta colectividad comenzó con pequeñas protestas antes del referendo organizado por Morales en 2016 para intentar levantar la prohibición constitucional de una tercera reelección. “En ese momento nos llamaban 'los cuatro gatos”, recuerda Claudia Bravo, una activista y política comprometida desde entonces contra la reelección. El movimiento se volvió mucho más amplio –pero sin involucrar aún grandes sectores sociales– cuando Morales pasó por alto los resultados de este referendo y se habilitó por medio de una consulta al Tribunal Constitucional. Y se tornó masivo después de que Carlos Mesa, quien creía haber obtenido votos suficientes para obligar a Morales a ir a una segunda vuelta, denunció la realización de un “fraude monumental” en los comicios del año pasado.

Morales menospreció al comienzo a esta nueva oposición que buscaba enfrentarlo, por primera vez, en un terreno en el que se sentía invencible, el de la movilización social. Así la bautizó involuntariamente, al burlarse de su técnica de bloquear las calles con pititas, sogas delgadas. La ironía de Morales fue asumida como “nombre de honor” por los manifestantes y, con la derrota de aquel, hizo historia. La mayoría de los medios de comunicación locales denominó el derrocamiento del presidente indígena como la “revolución de las pititas”. Abrió así una aguda polémica con la izquierda nacional y latinoamericana, que interpretó lo sucedido como un golpe de Estado, pues en la etapa decisiva del enfrentamiento entre Morales, los pititas recibieron la ayuda de la Policía, que se amotinó y dejó de obedecer al Gobierno, y de las Fuerzas Armadas, que “sugirieron” al presidente que renunciase.

Desde entonces, se han publicado varios libros de crónica y defensa del movimiento que estalló tras las acusaciones de fraude. El último de ellos se titula 21 días de resistencia. La caída de Evo Morales y fue escrito por Robert Brockmann, un reconocido historiador que se considera a sí mismo pitita. “Las pititas, una colectividad nacional tan enorme como diversa y dispersa, son, somos, poseedores de una genuina victoria política en las calles, producto de una movilización espontánea, resultado de un ideal colectivo de democracia que estaba siendo violada y secuestrada. Las pititas logramos, aunque hubiera mediado la diosa Fortuna, lo que los venezolanos o los sirios no han logrado ni con enorme sacrificio de vidas humanas”, escribió Brockmann en un artículo titulado Yo, pitita.

Muchos sociólogos discrepan con la definición de este grupo social como “una colectividad nacional tan enorme como diversa y dispersa”. Aunque en su mejor momento incluyeron a muchos sectores populares descontentos con Morales, sobre todo se trata de un movimiento de las clases medias. Tanto de la que en Bolivia lleva el nombre de “tradicional”, compuesta por personas que perciben ingresos de entre 10 y 50 dólares diarios, como de las capas superiores de la clase media “vulnerable”, cuyos miembros perciben entre siete y 10 dólares diarios.

Ambos grupos sociales no se consideran indígenas. Los estudios muestran una estrecha correlación entre la identidad “no indígena” y la oposición al MAS. En los barrios con más inmigrantes rurales de la ciudad de El Alto, por ejemplo, hasta un 90% de las personas votan por el partido de Evo Morales. En los barrios más acomodados de La Paz, en los que no viven indígenas, ocurre exactamente lo contrario.

La percepción que los pititas tienen de sí mismos es muy distinta. “Hay una heterogeneidad; hay mucha clase media, gente de zonas muy acomodadas, pero también universitarios, campesinos, etc. Hicimos los bloqueos compartiendo esquinas con señoras de los mercados, con estudiantes; fue una lucha conjunta y por eso se logró que el MAS cayera; fue un movimiento ciudadano”, asegura Bravo. La activista destaca la participación de los jóvenes y las mujeres, que estuvieron en la primera línea de los enfrentamientos callejeros y ahora son los más activos críticos del MAS en las redes sociales. “Es un movimiento generacional. La nueva generación superó a sus padres que estuvieron 14 años [durante el anterior Gobierno] en sus casas y sin hacer nada. Por eso ser pitita es ser una especie de superhéroe”, continúa Bravo.

La presidenta interina, Jenine Áñez, llamó Pitita a uno de sus perros. Al comienzo de su Gobierno, esta política representó mejor que nadie al movimiento, pero luego, mientras tropezaba con serias dificultades de gestión y su candidatura debilitaba la “unidad contra el MAS”, se convirtió en un personaje polémico y conflictivo incluso para estos grupos. “El problema es que hay quienes quieren arrogarse para sí la gesta”, escribe Brockmann. “No la hicimos”, ejemplifica, en referencia a Camacho, Mesa o Áñez; “no la hicimos por ni para ninguno de ellos. Ellos la hicieron con nosotros contra el intento de secuestrarnos la democracia e instalar la dictadura”.


elpais