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La industria de los safaris en Sudáfrica capea el temporal de la pandemia

A última hora de la tarde, bajo un sol ámbar, el animal aparece en un camino polvoriento de Sudáfrica, con el lomo manchado de barro y los colmillos largos. Muy contrariado desenrolla la trompa para olfatear al intruso.
"Si se mueve a lo largo del vehículo, mantenga la calma, no le pasará nada", susurra el guía con las manos agarradas al volante de su todoterreno silencioso.
El elefante se acerca y roza la carrocería. Unos segundos de cara a cara y nos ignora. Da media vuelta para seguir con su merienda.
"Es realmente magnífico", dice con una sonrisa Gert Kruger. "De verdad, quién podría soñar con un lugar mejor para estar confinado..."
Durante los 17 años en los que ha acompañado a sus clientes por los montes y valles del Kruger Bush Lodge de la reserva privada de Balule (noreste), el sudafricano de 49 años nunca se ha cansado de esta magia.
Los bolsillos de sus pantalones cortos de color caqui guardan anécdotas de leones que rugen y de rinocerontes destemplados. Hasta hace unas semanas, tenía la intención de añadir más, para romper las costuras.
Pero la pandemia del coronavirus cambió sus planes.
Tan pronto como el presidente Cyril Ramaphosa anunció el cierre de las fronteras a mediados de marzo, los turistas abandonaron el campamento, presas de pánico. Dos semanas más tarde se decretó el confinamiento y Gert Kruger se quedó solo, en medio de sus carpas vacías, desamparado.
"El coronavirus nos ha causado a todos un shock terrible, para nosotros que trabajamos en el turismo. Es nuestro pan de cada día", dice. "Los clientes tuvieron que hacer las maletas y desalojaron en dos días para volver a sus casas".
- Guerra a la caza furtiva -
Su campamento estaba lleno para la temporada alta, es decir las vacaciones de verano de los turistas del hemisferio norte.
El año pasado él y sus seis empleados acogieron a 700 amantes del safari. "Tuvimos que cancelar muchas reservas para el resto del año y para 2021".
En cuestión de días, todas las habitaciones de la región se vaciaron, las tiendas de souvenirs cerraron y los todoterrenos cargados de europeos o de norteamericanos con sus cámaras fotográficas volvieron al garaje.
Solo los vehículos de patrulla recorren las pistas de las 55.000 hectáreas de la reserva de Balule. Incluso más que antes. Porque, con o sin confinamiento, proteger a los animales es una prioridad.
"No podemos permitirnos reducir la seguridad", explica el director de la reserva, Ian Nowak.
"Debemos hacer todo lo posible para preservar la vida silvestre y su ecosistema", subraya este hombre de 40 años de ojos azules.
"No hemos despedido a nadie, todos los chicos cobran", dice Ian Nowak. La mayoría permanecieron confinados en la reserva, para continuar librando la guerra contra los cazadores furtivos.
"La amenaza que pesa sobre los rinocerontes no ha cambiado (...) los criminales siempre encuentran la manera de entrar aquí, [los cuernos] mantienen su valor en el mercado", recuerda, "así que seguimos luchando como antes".
Prueba de ello, la policía nacional anunció el domingo la detención de tres personas en posesión de seis cuernos de paquidermos en la vecina provincia de Mpumalanga.
- Cazar para comer -
El confinamiento hizo emerger una amenaza que nada tiene que ver con las bandas dispuestas a matar para alimentar el apetito insaciable de la medicina tradicional asiática.
"Es lo que yo llamo caza furtiva de carne de animales silvestres", dice el propietario de la reserva. "Estos tipos se han quedado sin trabajo debido al confinamiento, tienen hambre, entonces cazan para comer. Les trae sin cuidado la protección de la naturaleza, lo que quieren es sobrevivir".
Ian Nowak no ha notado un aumento de este tipo de caza en sus tierras, pero el joven veterinario estatal de la región, Christiaan Steinmann, sí.
"No hay duda de que la caza furtiva aumenta, la gente caza por la carne", señala, "algunas reservas preferirían dar carne a la población pero debido a la ley no lo hacen".
Para contrarrestar estas amenazas hay decenas de "rangers" de Balule al pie del cañón.
A cargo de una de las zonas de la reserva, el jefe Rian Ahlers, de 39 años, sale de patrulla con dos de sus hombres.
"Patrullamos aún más que antes del confinamiento", dice.
"Los campamentos están vacíos, ya no tenemos turistas, normalmente los guías nos informan si ven algo anormal. Ahora tenemos que compensar su ausencia".
Nada se deja al azar: vuelos regulares en helicóptero o avión, rondas de los "soldados" armados de la unidad especial de intervención e inspecciones sistemáticas de las vallas electrificadas que rodean la reserva.
- Echar el cierre -
Desde la cima de una colina, el "ranger" Sam Hlungwani examina con unos prismáticos la zona. Está encantado aunque lleva un mes sin ver a su familia.
"No quiero salir del parque, tengo demasiado miedo del virus", reconoce el sexagenario. "Protejo el parque (...) y espero a que todo esto termine. Espero que no dure demasiado", insiste preocupado, "si no acabaré perdiendo el trabajo".
A pocos kilómetros de distancia, Juan Geerts también se desespera. En su "lodge" de cien camas vacío, hace y rehace las cuentas, que se obstinan en seguir en números rojos.
En un mes, las cancelaciones le han costado 6,5 millones de rands (unos 315.000 euros, 345.000 dólares), una cuarta parte de su facturación anual. Y tiembla sólo con pensar en tener que despedir a sus 94 empleados. A casi todos los envió a casa durante el tiempo del confinamiento.
"Por ahora pagamos los salarios, aunque hemos echado el cierre hasta el 30 de junio", afirma con un suspiro el jefe del Nyati Lodge. "Pero ninguna empresa podrá guardar a todos sus empleados por mucho tiempo, los despidos son inevitables".
Para ahuyentar estas ideas, Juan Geerts comenzó a esbozar los horarios de sus empleados para julio. "Más allá, pocos sobreviviremos".
También trabaja sobre cómo acogerán a los primeros clientes poscoronavirus: mascarilla obligatoria para todos, cabaña de cuarentena, límite de pasajeros por vehículo...
"Mantener la confianza de los clientes será esencial para la reanudación", subraya. "La seguridad y la comodidad serán clave en los próximos meses".
- Recuperarse -
"No va a ser fácil recuperarse", confirma Sharon Haussmann, la presidenta electa de la reserva de Balule. "Estamos hablando de seis a doce o incluso dieciocho meses para volver al nivel de afluencia anterior a la crisis".
En 2019, Balule acogió a unos 23.500 visitantes. El famoso parque nacional Kruger, colindante, cerrado desde el 25 de marzo, más de 1,7 millones.
Además habrá un déficit presupuestario debido a la continuidad de los gastos generales, como los gravámenes adeudados a los propietarios de las tierras.
"La prohibición de los viajes es un gran obstáculo", afirma suspirando, "el desafío más importante que hemos enfrentado, y no estábamos preparados para ello".
A la sombra de los árboles que protegen el campamento del sol otoñal, Gert Kruger espera que el gobierno no los abandone.
La semana pasada, el presidente Ramaphosa anunció el desembolso sin precedentes de 200.000 millones de rands (10.000 millones de euros, 11.000 millones de dólares) para rescatar a las empresas con problemas. Empezando por las del turismo, que contribuye con un 10% al Producto Interior Bruto (PIB) del país.
"Hemos pedido ayuda, pero por ahora no ha habido respuesta", protesta el jefe. "El dinero se distribuirá", reiteró esta semana la ministra de Turismo, Mmamoloko Kubayi-Ngubane.
Pero Gert Kruger sabe que el turismo no se librará pronto del confinamiento, que se levantará lentamente a partir del 1 de mayo.
"Me temo que seremos los últimos", afirma, "si las cosas no vuelven a la normalidad en los próximos tres meses, tendré que tomar decisiones".
¿Hasta el punto de renunciar a la vida al aire libre y despedirse de la reserva? "Eso no", contesta, "no puedo imaginar hacer otra cosa".



AFP