Por
Jorge R. Enríquez
Los
sucesos de Villa Mascardi reactualizan un serio problema que acontece
en la Patagonia argentina. Grupos violentos, que se autodenominan
mapuches, provocan con frecuencia actos de vandalismo. El más
reciente fue la ocupación por la fuerza de un predio en esa
localidad de Río Negro.
Según
refirieron los usurpadores, una niña de 16 años, a la que atribuyen
poderes sobrenaturales (una “machi”, destinada, de acuerdo a lo
que se dice, a liderar a la comunidad mapuche con funciones
religiosas, médicas y protectoras), caminó un largo trecho y de
repente, como iluminada por un rayo del más allá, indicó el
terreno sagrado que debía ocuparse.
En el
intento de desalojar a esos ocupantes ilícitos, ordenado
judicialmente, perdió la vida un joven, Nahuel, por un tiro que le
habría ingresado por la espalda. El Ministerio de Seguridad ha
informado que la Prefectura debió defenderse de un ataque a los
tiros provenientes de esa comunidad y que los prefectos debieron
obrar en ejercicio de la legítima defensa.
Todo ello,
por supuesto, deberá ser determinado en una investigación judicial.
Sin embargo, ésta comenzó torcida. Los usurpadores se niegan a
abandonar el predio y no permiten hasta ahora el acceso de la
Justicia y de las fuerzas de seguridad. Invocan una práctica que
según ellos es ancestral y prohíbe por algunos días, mientras
tiene lugar el duelo, todo tipo de actividad. Increíblemente, el
juez interviniente aceptó esa imposición, lo que redundará en la
posible pérdida de elementos significativos para la investigación.
Nadie
niega a los mapuches ni a cualquier persona ejercer plenamente la
libertad de culto y realizar todas aquellas ceremonias fúnebres que
desee. Lo que es inadmisible es que se pretenda crear un Estado
paralelo dentro del territorio argentino gobernado por leyes que no
fueron sancionadas por las autoridades democráticamente electas en
el marco de la Constitución Nacional y los ordenamientos
provinciales.
Es curioso
que, por una parte, estos sedicentes mapuches nieguen la pertenencia
al Estado argentino y, por la otra, invoquen una cláusula de nuestra
Constitución que interpretan caprichosamente. En efecto, el art. 75,
inc. 17 garantiza a los “pueblos indígenas argentinos (…) el
respeto a su identidad (…) y “la posesión y propiedad
comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan”. Aún en
esas tierras, la adjudicación de la posesión y propiedad
comunitarias debe hacerse conforme a la ley; pero en este caso las
tierras usurpadas no habían sido siquiera tradicionalmente ocupadas
por esas personas que pretenden hacer justicia por mano propia.
Por
cierto, los violentos son una fracción menor de los mapuches. La
inmensa mayoría vive pacíficamente y respeta las leyes argentinas.
Pero la cuestión debe ser examinada con sumo cuidado, porque en
Chile desde hace años es motivo de duros enfrentamientos.
Uno de los
principios fundamentales que nos rigen es el de igualdad ante la ley.
La Argentina se enorgullece de haber abierto las puertas “a todos
los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”,
como proclama el Preámbulo, y de haber garantizado a los extranjeros
residentes los mismos derechos civiles que a los nacionales (art. 20,
CN). Con todos nuestros defectos e inconvenientes, el viejo “crisol
de razas” sigue vigente. No nos une tanto el pasado como el futuro,
al amparo de los valores que establecieron nuestros constituyentes y
que fueron adquiriendo nuevos perfiles a medida que avanzaba la
historia.
Si algún
prefecto actuó mal en Villa Mascardi, debe ser sancionado, pero la
Argentina no puede renunciar al ejercicio de su soberanía y de sus
leyes en una parte de su territorio.