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Cavallo se metió en el debate shock vs. gradualismo y criticó a González Fraga



El ex ministro de Economía de Carlos Ménem y de la Alianza, Domingo Cavallo, arremetió hoy contra una columna de opinión que Javier González Fraga, el reciente director del Banco Nación, a quien criticó por haber sugerido más "gradualismo" en materia de política fiscal.  
A continuación, la columna completa (publicada originalmente en su web).
Sobre el último artículo que leí de Javier Gonzalez Fraga
Hace pocos días, Javier González Fraga escribió en la Nación un artículo titulado “el camino es el gradualismo, con fuertes inversiones“. Debe haber sonado a música en los oídos de Durán Barba y de los asesores políticos y económicos a los que Macri escucha, sobre todo por contraste con las advertencias de los economistas que, como yo, sostenemos que el gradualismo (especialmente el gradualismo en materia de ajustes de precios y tarifas de los servicios públicos, de reducción del gasto público y de la eliminación de impuestos distorsivos) es el principal freno a las inversiones. Aún hablando poco en público, todas las opiniones de Carlos Melconian reflejan esta última posición y es probable que éste haya sido el motivo de su reemplazo en el Banco de la Nación.
Cuando leí el artículo de Javier, estuve tentado a escribir un post titulado: ”el gradualismo que pregona González Fraga es el gran inhibidor de inversiones productivas”. Pero decidí no hacerlo para no repetirme respecto de post anteriores. Lo hago ahora porque, a pesar del gran aprecio personal que tengo por Javier González Fraga, me temo que su consejo a Macri tienda a hacerlo equivocar más de lo que ya se ha equivocado.
La tesis de González Fraga es que las políticas de shock, a las que él denomina “atajos”, provoca “logros” que no son sostenibles en el tiempo, ni política ni socialmente. La primera vez que le escuché esta definición creí que era una alusión al shock Duhaldista de 2002, que mediante el artificio de la pesificación forzada de la economía y la virtual expropiación de todos los depósitos en dólares de los ahorristas para financiar el desendeudamiento de los grandes deudores públicos y privados, produjo la mayor devaluación de la historia y la aparición casi milagrosa de los denominados “superávits gemelos”. Me hubiera parecido no sólo realista sino sumamente beneficioso que reconociera la insostenibilidad política y social de esos supuestos “logros” económicos,
Pero esa primera interpretación, que me parecía una suerte de arrepentimiento honesto del fuerte apoyo que le había escuchado brindar al shock duhaldista sólo unos años antes, no era la del autor. Todo lo contrario. Para él, política de shock es la que lleva a la apreciación real de la moneda, fenómeno al que denomina, en todos los casos, “atraso cambiario”. Es importante entender el verdadero significado de “atajo” en el lenguage de González Fraga para entender que si Macri presta atención a su consejo, las inversiones productivas brillarán por su ausencia.
No caben dudas que las políticas populistas, que provocan atraso cambiario, terminan en shocks que, como mínimo, tienen un efecto estanflacionario inicial y en la mayoría de nuestras experiencias anteriores, terminaron en períodos de inflación persistente, más alta que la de las décadas precedentes y, eventualmente, en hiperinflación. Este es sin duda el caso de los shocks que siguieron a la experiencia populista extrema del primer peronismo (1946-49) seguido del ajuste basado en controles y restricciones cambiarias del segundo peronismo y la “revolución libertadora” (1950-1958) y del tercer peronismo (1973-1975) seguido del Rodrigazo.
No es cierto que estos ajustes fueran hechos por gobiernos no peronistas… siempre. Perón se vio obligado a hacer un ajuste bastante severo a partir de 1950 e intentó hacerlo sin una fuerte devaluación, pero las devaluaciones irremediables se produjeron luego de la caída de Perón entre 1955 y 1958. El shock más fuerte se vivió al inicio del gobierno de Frondizi, que había llegado al poder con apoyo de Perón. La estabilización que siguió al shock de 1958, como en el caso de todas las estabilizaciones que procuran recrear condiciones de crecimiento sostenido, fue acompañado con una apreciación real de la moneda, sólo interrumpida por la crisis, más política que económica, de 1962. Fue este proceso exitoso de estabilización y desarrollo el que dió lugar a la década larga de crecimiento que va de 1960 a 1972, años en que la inflación no superó nunca el 30% anual y llegó a bajar hasta el 10% anual y la economía creció a un promedio del 3% anual.
El ajuste que siguió a las políticas populistas del tercer peronismo comenzó con el Rodrigazo que se produjo durante el gobierno peronista y cuyos efectos signaron la trayectoria económica del gobierno militar, el que, por intentar ser gradualista y evitar costos políticos y sociales, a diferencia del gobierno militar de Chile, no llegó nunca a corregir los defectos estructurales de la economía argentina. No se puede llamar ajuste al esquema de reducción de la inflación basado en la tablita cambiaria sostenida con endeudamiento, porque lejos de ser un ajuste, fue una política gradualista en la que el déficit fiscal y un gasto público, que no habían bajado, se financiaron con endeudamiento.
La experiencia posterior al Rodrigazo, desde 1975 hasta 1990 fue la de un largo período estanflacionario, con una economía crecientemente desorganizada, que terminó en la hiperinflación de 1989. Es absolutamente equivocado atribuir a algunos años de supuesto atraso cambiario (78-80 según González Fraga y 86-87 agrego yo, a pesar de que Javier lo omite) la causa de la triste experiencia del período 1975-1990 en que la inflación anual fue siempre superior al 100% y en promedio, el PBI declinó el 1,5% anual. Los problemas de la economía argentina entre 1975 y 1990 no fueron resultado de políticas populistas de los militares o de Alfonsín, sino de la ausencia de los cambios organizacionales que la economía requería y que no se instrumentaron, precisamente porque se quiso hacer “gradualismo” y evitar confrontar con los fuertes poderes corporativos que durante esos años dominaron a la economía Argentina.
El gobierno de Menem, al menos mientras yo fui su Ministro de Economía, fue la antítesis del populismo. La convertibilidad dio total libertad para las operaciones cambiarias a punto tal que se legalizó el uso del Dólar como moneda alternativa al Peso convertible. Fue ese carácter convertible del Peso y la libertad para operar en dólares lo que evitó que la estabilización de la economía produjera atraso cambiario. Con la fuerte entrada de capitales que siguió al lanzamiento de la convertibilidad y a todas las reformas económicas que la acompañaron, incluida una fortísima reducción del gasto público como porcentaje del PBI y la eliminación de casi 20 impuestos fuertemente distorsivos, si no se  hubiera admitido el bi-monetarismo, la conversión obligatoria a pesos de los miles de millones de dólares que venían del exterior o salían de los colchones, hubieran provocado una muy fuerte apreciación del peso y su consecuente atraso cambiario. La convertibilidad con tipo de cambio fijo lo evitó, porque el Banco Central estuvo dispuesto a comprar todos los dólares que se le ofrecieran a 1 peso. De no haberlo hecho, es probable que en lugar de 1 peso, el precio del dólar hubiera bajado a 0.70 o incluso a una cifra menor. Se produjo una fuerte expansión monetaria por acumulación de reservas, pero la inflación no aumentó sino que bajó rápidamente y tendió a desaparecer. La remonetización de la economía y la fuerte entrada de capitales, permitieron un inmediato aumento de la inversión y del consumo, dando lugar a un 10% de crecimiento del PBI en el primer año (1991) y del 34% acumulado entre 1991 y 1994. A esta política no se la puede denominar ni populista ni de atraso cambiario. Todo lo contrario. Fue una política de ajuste expansivo de la economía, basado en la capacidad que tuvo la convertibilidad, acompañada de las reformas económicas que le siguieron, de influir sobre las expectativas y atraer de inmediato un fuerte influjo de inversiones productivas.
Es cierto que en su etapa final el gobierno de Menem, cuando yo ya era su principal crítico, mucho más que los radicales, tuvo un período más populista,  que en realidad acompasó al populismo que nunca dejaron de hacer varios gobiernos provinciales, especialmente el de Duhalde. Fue entre 1997 y 1999 cuando aumentó el gasto público y se dispararon tanto el déficit fiscal de la Nación como el de las provincias. Fue ese el período de fuerte colocación de bonos en los mercados del exterior. El mayor error fue financiar el déficit provincial con endeudamiento con los bancos a tasas flotantes de interés, BADLAR mas 7% anual.
El Gobierno de De la Rúa heredó una situación desequilibrada y un endeudamiento peligroso que se agravó por los shocks externos que afectaron a la economía: devaluación del Real, fortaleza inédita del dólar, depreciación del Euro y precios bajísimos para la soja y demás productos de exportación. Intentó hacer un ajuste inevitable y ordenado, pero los populistas de su propio partido y los que estaban al frente de algunas provincias (tanto peronistas como radicales) lo boicotearon. Tanto a Machinea, como a López Murphy y a mí. Si no se hubiera producido el golpe institucional del 20 al 30 de diciembre de 2001, el ajuste habría estado completado para el mes de febrero del 2002, cuando se podría haber dejado flotar el Peso con déficit cero, fuerte reducción de la factura de intereses y sin vencimientos de deudas en dólares antes de tres años. La devaluación no hubiera superado el 20% y se hubiera evitado el ajuste monstruoso que implementó Duhalde. Sobre lo que este ajuste significó, está siendo muy elocuentemente explicado por  Fernando Iglesias, así que me abstengo de describirlo.
Este ajuste monstruoso era absolutamente innecesario y sólo se entiende como resultado del fortísimo lobby de los endeudados en dólares que quisieron sacarse de encima sus deudas a costa de los ahorros de los depositantes en el sistema bancario. Encontraron que el corralito les daba la excusa y podían echarle la culpa a Cavallo del robo alevoso que estaban cometiendo. Para compensar en algo la dureza del ajuste, congelaron precios y tarifas del sector público y, virtualmente, expropiaron el capital que había sido invertido en los sectores de energía e infraestructura. Por supuesto, fue el freno más fuerte a las inversiones productivas que pueda imaginarse. También introdujeron las retenciones a las exportaciones, supuestamente como medida transitoria para atenuar el efecto de la devaluación extrema sobre los precios, pero que Kirchner mantendría y acentuaría como forma de tener una herramienta para controlar a los gobiernos provinciales.
Las políticas del Kirchnerismo fueron tan o más populistas que las de los gobiernos de Perón y se prolongaron por más tiempo porque gozaron de una bonanza externa inédita. Primero funcionaron con la lógica del “tipo de cambio real alto” que le gusta a González Fraga y a Roberto Lavagna, y cuando la inflación llegó al 20% anual, como ineludiblemente iba a ocurrir a causa del deseo de mantener alto el precio del dólar, avanzaron hacia la inflación dibujada y reprimida con controles de precios, aumento de las retenciones y, finalmente, con controles de cambio. A partir de 2012, sin duda se puede hablar de atraso cambiario, y hay un indicador indiscutible de su magnitud: la brecha entre la cotización en el mercado paralelo y la cotización en el mercado oficial.
Pero mucho peor que el atraso cambiario fue el atraso tarifario que comenzó en 2002  y se mantuvo por 14 años. Fue mucho peor porque dio lugar a una paralización de inversiones productivas y a subsidios que representan un 4% del PBI y el 60% del déficit fiscal. El atraso tarifario es más serio que el atraso cambiario porque, al persistir, obliga a continuar cobrando impuestos distorsivos que constituyen un freno adicional a la inversión y deterioran la competitividad.
El mayor error que cometió Macri en el diseño de su política de estabilización fue el gradualismo en el ajuste tarifario. Tendría que haber sido gradualista en la unificación del mercado cambiario, reemplazando de inmediato el mercado paralelo por un mercado financiero y turístico libre, por el que deberían haberse dejado entrar a las inversiones, para después avanzar gradualmente hacia la unificación. Esto hubiera evitado el fuerte impacto sobre la tasa de inflación del  primer semestre de 2016 que tuvo la devaluación del Peso en el mercado comercial. La eliminación de las retenciones sí tenía que ser de golpe y debía ampliarse de inmediato con la eliminación de los impuestos más distorsivos: impuestos a las transacciones financieras, contribuciones patronales a la seguridad social e ingresos brutos provinciales en las etapas intermedias de producción. Todo esto hubiera sido posible si el gasto público se reducía inmediatamente en un 4% del PBI gracias al reajuste completo de las tarifas.
El efecto inicial sobre la inflación del ajuste tarifario completo no hubiera sido muy diferente al que produjo la inmdiata unificación cambiaria, pero la respuesta de la inversión hubiera sido inmediata. La fuerte inversión, entrando por el mercado financiero, hubiera provocado la apreciación del Peso en ese mercado y en el momento de la reunificación completa, unos pocos meses después, el salto devaluatorio hubiera sido menor al que resultó a largo de todo el año 2016, con la gran ventaja de que después de ese salto la gente podría haber esperado estabilidad cambiaria y de los precios porque ya habría desaparecido del horizonte el fantasma de los ajustes graduales de tarifas de los servicios públicos.
El haber elegido una estrategia gradualista en materia de ajuste de las tarifas públicas, que significó una demora en la contención del gasto público y del déficit fiscal, hizo imposible la eliminación temprana de los impuestos distorsivos. Esta es la causa principal de la ausencia de inversiones. Para colmo, si la estabilización iba a basarse en una política monetaria de altas tasas reales de interés, que sólo influye sobre las expectativas inflacionarias a través de la caída de la demanda y la apreciación insostenible del peso, la recesión puede demorar en revertirse. Otra causa de la demora de las inversiones.
Este error no se hubiera cometido si Macri y sus principales asesores no hubieran subestimado la gravedad de la crisis fiscal y de precios relativos que heredaron y si no hubieran identificado la crisis que enfrentaba su gobierno con la del 2001. No se puede razonar de la misma forma cuando hay que salir de una crisis deflacionaria (como la del 2001) que cuando la crisis a resolver es inflacionaria, fiscal y de precios elativos distorsionados (como la de 2015).
Por eso, me preocupa el consejo que pueda darle Javier González Fraga a Macri, consejo que seguramente no le daba ni le daría Carlos Melconián.
No es que yo crea ahora que Macri debe hacer de golpe el ajuste que debió haber hecho y no hizo al comienzo de su gobierno. Entiendo que la cercanía al proceso electoral y las complicaciones que, aún con pocos e imperfectos ajustes, enfrentó en 2016, lo lleven a no querer hacer grandes olas. Pero me preocupa que puedan no aprovechar el año electoral para que algún equipo trabaje en preparar un buen plan de estabilización y crecimiento para lanzar inmediatamente después de la elección. Pensar que los mercados internos y externos le van a seguir ofreciendo crédito en condiciones aceptables durante 2018 y 2019 es una quimera. Y las inversiones no llegarán hasta que los ajustes imprescindibles se hayan completado o, al menos, los inversores se convenzan que no quedarán como manifestaciones de deseo.

cronista