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LINCHAMIENTOS AL ESTADO DE DE DERECHO por Jorge R. Enríquez


En los últimos días se produjeron resonados casos de linchamientos de delincuentes o de sospechosos de serlo.
Algunos vecinos que presenciaron asaltos no solamente redujeron a los delincuentes, sino que los golpearon salvajemente, provocándoles lesiones graves y en algún caso la muerte.
Que estos hechos no sean aislados es algo muy preocupante. La justicia por mano propia es la negación misma de la civilización.
Una cosa es comprender que la creciente inseguridad y el absoluto fracaso del Estado, en particular en los últimos años, en impedirla, genere en la sociedad la necesidad de defenderse por sí misma, y otra muy distinta es admitir como válida una práctica de la más aberrante barbarie.
Cualquier persona tiene el derecho a defenderse, aún usando la violencia física, de un ataque contra su propiedad o contra su vida. Inclusive está facultada a aprehender al delincuente y ponerlo a disposición de la autoridad judicial o policial competente. No está en discusión la legítima defensa. Pero cuando un agresor ha sido reducido, cuando está inmovilizado sin capacidad de reacción, pegarle salvaje y brutalmente hasta matarlo o ponerlo al borde de la muerte es una conducta que ni remotamente puede ser justificada.
Por supuesto, hemos llegado a esta situación por la enorme irresponsabilidad de un gobierno que se desentendió de la seguridad porque la consideraba un tema de la derecha y por un discurso predominante en el oficialismo y en muchos juristas y jueces, según el cual la delincuencia tiene cierto aire romántico. El delincuente, según esta visión, no es victimario sino víctima de la sociedad.
Sin negar que cuando una sociedad expulsa de su seno a miles de personas, sumiéndolas en la indigencia, la marginalidad y la exclusión social y privándolas de los beneficios comunitarios, crea condiciones que, en algún momento, se traducen en violencia y criminalidad, el Estado no puede cruzarse de brazos y favorecer la impunidad.
El Estado nació para garantizar básicamente la seguridad. El monopolio de la fuerza pública es lo que lo caracteriza de modo esencial. Antes del Estado había, según los pensadores contractualistas como Jean Jacques Rousseau, John Locke o Thomas Hobbes, el estado de naturaleza, en el que imperaba la guerra de todos contra todos, graficada con la célebre frase “el hombre es un lobo para el hombre”.
Pero cuando el Estado no cumple esa función elemental, debilita el contrato social y crea las condiciones para que los particulares tomen a su cargo lo que aquel no realiza.
Se entiende la indignación de la sociedad por esa deserción del Estado y su furia contra quienes lo agreden, pero el linchamiento es una práctica que, lejos de resolver, agrava los problemas, ya que si se disuelven los lazos sociales y el respeto a las normas, regirá la ley del más fuerte.