A fines de octubre pasado, cuando
el gobierno, apenas ganadas las elecciones, decidió restringir las
compras de dólares, sostuvimos que ese tipo de medidas generalmente
llegaban para quedarse o profundizarse.
Sucedió así que el Estado
policíaco que nos gobierna ha atenazado la posibilidad de adquirir
divisas en el mercado oficial ya sea como inversión, para adquirir
un inmueble o para viajar al exterior, cualquiera sea la posición
fiscal de las personas físicas que lo requieran y su nivel de
ingresos.
Ello ha hecho que el dólar
paralelo haya subido muchísimo su cotización, alcanzando un valor
superior al 30 % de lo que marca la pizarra oficial.
Este fenómeno no es de ahora:
la fuga de divisas lleva 52 meses consecutivos. No ha habido,
entonces, una súbita transformación de los argentinos en avaros o
en vendepatrias. Algo pasa. El gobierno, como siempre, lo atribuye a
oscuras conspiraciones, ahora eternamente encabezadas por Héctor
Magnetto.
Sin embargo, la explicación es
muy simple. Con una inflación anual del 25% anual y una depreciación
del peso del 5% anual, en los últimos años el dólar se abarató.
Además, quienes disponen de algunos pesos para ahorrar, no tienen
alternativas que los protejan de la inflación. Si a eso le sumamos
todas las iniciativas gubernamentales que minan la confianza pública,
la demanda de dólares es comprensible.
Esta vez, a diferencia del
“corralito” o de la “pesificación” de Eduardo Duhalde no se
pretende transformar los dólares en pesos, sino obligar a que todas
las operaciones se realicen en la moneda local.
Ello es practicamente imposible
en algunos sectores de la economía, como el inmobiliario. Muchas
décadas de inflación e inestabilidad monetaria han obligado a que
por más que las operaciones en ese mercado se lleven a cabo en
pesos, siempre se va a tomar al dólar como referencia del valor de
los inmuebles.
Frente a los desaguisados en
materia económica que se sucedieron en los últimos 40 años, los
argentinos, que vimos como nuestra moneda perdía 13 ceros, producto
de un contexto de siderales inflaciones, nos acostumbramos a ahorrar
y pensar en dólares.
Recordemos que un ministro de
Economía de la última dictadura militar, Lorenzo Sigaut, pasó a la
Historia por una frase que acuñó y lo hizo célebre: “el que
apueste al dólar, pierde”. Evidentemente, ese lema hizo carrera
porque pasó a ser el apotegma, también, y vaya paradoja, del
“progresista” kirchnerismo, cuyo reloj, como siempre, atrasa
varias décadas.
En lugar de atacar las causas,
el gobierno busca culpables y nos lanza discursos moralizantes. Pero
si ha habido un gobierno en la historia con nula autoridad moral para
aleccionar a los demás sobre la perversión del atesoramiento de
dólares es este, cuyas principales cabezas tienen tantos dólares (y
sólo me refiero a los declarados) que son la envidia de la enorme
mayoría de la población.
El ejemplo más elocuente nos
lo brinda la Presidente, quien según sus declaraciones juradas de
bienes personales también es una devota de amarrocar dólares.
Argentina, al fin, supo acumular más de 3.000.000 unidades de la
divisa norteamericana.
El locuaz Aníbal Fernández
quedó atrapado en su irrrefrenable sed oratoria: quiso amonestar a
los que compran dólares mientras decía que él con su plata hacía
lo que se le antojaba (comprar dólares). Pese al reto público de la
presidente ("¿Tomaste Vivarachol?"), no pudo evitar meter
la pata nuevamente, al anunciar que el dólar paralelo abriría el
lunes pasado en 5,10 por un acuerdo con el gobierno. Es decir, que
además de lanzar un pronóstico ridículo, blanqueó el mercado
negro.
No es el único caso de
funcionarios del gobierno nacional que buscan el paraguas del dólar
para no ver escurrir como se deprecian sus ahorros, aunque ahora, a
la luz de tanta hipocresía Cristina Fernández haya manifestado que
va a pasar sus ahorros a pesos y, desde luego, ordenado a que todos
los funcionarios de su administración hagan lo mismo. Fruto de las
presiones de la prensa, adoptó una actitud tipicamente demagógica y
de dudosa verificación.
Desde el punto de vista
estrictamente jurídico es un atributo de la soberanía de los países
fijar sus políticas cambiarias. Las hay de diverso tipo: cambio
libre, administrado, fijo, etc.
También es lícito establecer
distintos tipos de cambio (comercial, financiero, turístico), aunque
la experiencia demuestre que no es conveniente.
No sólo es inadmisible que los
argentinos nos veamos imposibilitados de adquirir, siquiera, un
dólar, sino que la veda no surge de ninguna ley. Hay sólo una
resolución de la AFIP, basada en un viejo decreto de necesidad y
urgencia de la presidencia de Menem, mediante la cual el organismo
fiscal supuestamente verifica, antes de cada compra, si el
solicitante tiene la solvencia económica como para realizar la
operación.
En una primera etapa, esto
implicaba una limitación a la compra de dólares; en los últimos
días, se tradujo en una completa prohibición.
Quién evalúa esa capacidad
económica y en base a qué parámetros es un misterio. En verdad, es
claro ahora que no hay tal análisis: simplemente no se autoriza a
comprar dólares.
Se trata de una limitación de
derechos constitucionales sin que medie explicación alguna de la
razonabilidad de las restricciones. Muchas personas no pueden viajar
al exterior por este torniquete, torpemente establecido y pésimamente
comunicado. Por eso, se han presentado en estas horas algunos amparos
contra dicha medida.
Tradicionalmente, los
tribunales son muy deferentes hacia los gobiernos en cuestiones de
política económica. Prefieren no invalidar decisiones adoptadas
dentro de esa esfera. Veremos qué ocurre en esta oportunidad. Si los
argentinos le debemos pedir permiso al Estado para cualquier
cosa, nos deslizamos insensiblemente hacia el totalitarismo.
El fin último de estos
manotazos de ahogado es financiar el déficit fiscal. Lo curioso es
que esta crisis cambiaria se da en el contexto de una aparente
existencia de reservas que, según el Banco Central, asciende a
47.000 millones de dólares, lo cual no es cierto, porque conforme a
distintos estudios de importantes economistas esa suma se reduce a
poco más de 10.500 millones, si se restan los encajes bancarios, las
letras y notas del BCRA, las operaciones de pases, las obligaciones
con organismos internacionales, los depósitos del Estado para pagar
en agosto los Boden 2012 y las deudas con el Anses, que ponen en
crisis el sistema jubilatorio.
Esa es la razón por la cual el
gobierno se quiere quedar con todos los dólares que pueda acaparar.
Por eso al no saber cómo salir
del laberinto verde, profundiza las regulaciones y los controles, lo
que no hace más que aumentar la incertidumbre.
(*) El autor es abogado y periodista