Uno
de los lemas del actual período kirchnerista - que la presidente de
la Nación pronunció desde una tribuna pública - es "vamos por
todo".
Cuál es el verdadero alcance
de esa expresión no es fácil de determinar. Una interpretación
benevolente podría atribuirle simplemente a la frase el propósito
de cumplir integralmente el programa propuesto al electorado por el
partido gobernante. Si sólo de eso se tratara, lejos de merecer
reproche, el lema sería encomiable porque revelaría la intención
de coherencia con los compromisos asumidos.
Pero las acciones del
kirchnerismo no alientan esa interpretación generosa. Es más
plausible una lectura literal de tales palabras.
¿Qué es, entonces, ir por
todo? A nuestro juicio, terminar con todos los obstáculos que
impidan el ejercicio absoluto del poder por parte de la primera
magistrada.
Esos obstáculos no son muchos
hoy en día. El oficialismo cuenta con cómoda mayoría en ambas
cámaras del Congreso, no tiene problemas -por usar un eufemismo- con
la justicia federal, no ha sido sustancialmente limitado por la Corte
Suprema, domina la mayoría de los medios de comunicación, tiene
frente a sí a una oposición débil y fragmentada
y
casi
todas las provincias están gobernadas por administraciones de su
mismo signo político.
Sin embargo, pareciera que ese
inmenso poder le sabe a poco a una fuerza política que tiene una
fuerte vocación hegemónica.
Así, no le es suficiente haber
acorralado a los medios independientes a una expresión menor en
el ámbito de la televisión y la radio, dominado por los medios
estatales o los privados en manos de amigos.
Desde el vértice del poder
mismo son elocuentes mensajes que se emiten: no se admitirá en
adelante ninguna tibieza.
Por eso el gobierno presionó a
Daniel Hadad para que vendiera sus medios a Cristóbal López, uno de
los nombres paradigmáticos del capitalismo de amigos o no le tembló
el pulso a la hora de forzar la renuncia de Esteban Righi a la
Procuración General o de lanzar furibundos ataques al juez Daniel
Rafecas, dos hombres muy vinculados al oficialismo, y está
exponiendo a Daniel Scioli, que ha sido extremadamente leal a los
Kirchner, a un desembozado esmerilamiento ejecutado con entusiasta
obsecuencia por el vicegobernador Gabriel Mariotto.
Ir por todo es una consigna
profundamente extraña al Estado de Derecho y a la democracia
republicana. Es precisamente para evitar esa pretensión de "todo"
que nació el constitucionalismo, como reacción frente a las
monarquías absolutas. Una de dos: o vamos por todo o vivimos bajo la
Constitución. La voluntad de acaparar todo es, como su nombre lo
indica, totalitaria.
No hemos llegado a ese estadio,
pero las señales son ominosas. Vamos en el mal camino, resignando
cada día alguna libertad, algún límite, algún control.
LA
REPUBLICA EN RIESGO
No se trata de una frase exagerada surgida
al calor de una discusión política, sino de la convicción profunda
de que el gobierno nacional ha ingresado en una fase autoritaria que
lo aproxima al modelo chavista y lo aleja de las democracias de
países vecinos como Uruguay, Chile, Brasil o Perú, que han sabido
aprovechar en estos años el extraordinariamente favorable contexto
internacional para desarrollar sus economías, fomentar la equidad
social, insertarse con inteligencia en el mundo y consolidar sus
instituciones, evitando los personalismos retrógrados.
La profundización del
populismo, el intento de reverdecer nacionalismos trasnochados, el
desprecio de la calidad institucional, las presiones sobre la
justicia, la concentración excesiva de atribuciones en la primera
mandataria, la arbitrariedad y la prepotencia erigidas como
principios rectores por el poderoso Secretario de Comercio, el
avasallamiento de los derechos de propiedad, la indiferencia ante las
gravosas consecuencias de transgredir las más elementales reglas de
convivencia en el ámbito internacional, la cortedad de miras – que
impide la adopción de políticas de mediano y largo plazo -, el
culto a la personalidad a través de una cadena de medios de
comunicación oficiales y paraoficiales que tiende a ser monopólica,
la abierta hostilidad hacia la prensa libre, son algunos de los
signos ominosos de este tiempo que no presagia nada bueno para la
Argentina.
Ante ese panorama tan
preocupante, inquieta que no surjan desde la oposición parlamentaria
voces más enérgicas que denuncien los desvíos de un régimen
hegemónico, que crecientemente exige la sumisión absoluta. En este
marco, puede parecer utópico pensar en políticas de estado, como lo
proponen las entidades que representamos. Y, sin embargo, hacerlo es
cada día más trascendente.
No nos resignamos a revivir una
y otra vez los fracasos de ocho décadas. Queremos un país de
progreso real, no declamado; respetuoso de la Constitución y las
leyes; previsible para propios y extraños; que impulse la igualdad
de oportunidades y recree la cultura del trabajo, que hizo grande a
nuestra nación; que no vulnere el federalismo que diseñaron
nuestros padres fundadores; que se vincule al resto de las naciones
del mundo en condiciones de mutuo provecho; que aliente la libertad y
suprima el temor; que privilegie el mérito y la creatividad, y no la
ilegalidad y la bajeza moral; un país para el mañana, que salga de
una vez del laberinto de un pasado ingrato.
No tenemos mucho más que
nuestros sueños y una certeza: nunca es tan negra la noche como
cuando está por amanecer.
(*) El autor es abogado y periodista