Como
lo señalamos en aquella oportunidad, se trató de un aspecto más
del populismo que caracterizó a la década despilfarrada; en este
caso, el populismo educativo. Porque los sistemas de evaluación no
tienen que ser siempre iguales y sería interesante cotejar la
experiencia de los países más avanzados, pero no hace falta ser un
experto para concluir que está mal que se pase de grado de cualquier
manera.
Se
argumentaba que el sistema debía "contener" y no expulsar
a los chicos. En esto, por supuesto, estamos de acuerdo, pero no se
trata de "contener" de cualquier manera, sino de la única
que sirve al propósito esencial de la escuela, que es la adquisición
de conocimientos y habilidades para desarrollar un pensamiento
crítico y poder valerse por sí mismos en la vida. La mera
"contención", detrás de su ropaje progresista, es en
verdad un objetivo retrógrado socialmente. Son los sectores más
desfavorecidos aquellos que necesitan primordialmente tener una buena
educación. Los otros pueden, por las capacidades económicas de sus
familias y los contactos que estas tienen, insertarse en la vida
laboral, aunque no sea en los planos más altos. Los pobres solo se
tienen a sí mismos.
Por
otro lado, para unos y otros es bueno fomentar la cultura del
esfuerzo. Ser aplazado en una materia no debe verse -y no se ve,
salvo para los burócratas de escritorio del falso progresismo- como
una estigmatización, sino como una alerta que permite superar cierto
déficit educativo. Si eliminamos las señales, jamás podremos
corregir las carencias. Los países que progresan se fundan en
una educación de calidad que, entre otras cosas, admite ser evaluada
y medida. Eliminar los aplazos fue llevar la lógica del INDEK a las
escuelas. El relato quiso sustituir aquí también a la realidad.
Por
suerte, en la provincia de Buenos Aires ahora contamos con un
gobierno verdaderamente progresista, en el único sentido que este
término debería tener: el de impulsar el progreso material y moral
de las sociedades.