Después
de un incomprensible período de silencio absoluto, la presidente de
la Nación ha retomado la frecuentación de las cadenas nacionales.
Nos
hemos referido muchas veces a esta práctica reñida con los más
elementales principios republicanos, pero es necesario insistir para
que su abuso no termine por parecernos algo natural.
Las
cadenas nacionales son una limitación a la libertad de prensa. Tener
que difundir obligatoriamente algo que un medio tal vez no difundiría
no es compatible con una sociedad abierta. En algunas poquísimas
ocasiones pueden justificarse -la ley de medios lo permite-, pero
deben mediar causas graves.
Nada
de eso ocurre con los soliloquios de la señora de Kirchner, que se
nos estampan a los argentinos en forma coactiva. Generalmente, no
tienen ningún objeto o propósito definido. Cuesta comprender el
sentido de esos discursos, que no abordan ningún tema grave o
urgente de interés nacional, sino que discurren por anécdotas
personales y comentarios que le surgen al azar, como cuando
conversamos con un amigo en un café.
Así
nos enteramos si le gustan determinados alfajores, cuántos aires
acondicionados tiene su madre y cosas por el estilo. Lo que tal vez
no entiende la primera magistrada es que el prestigio de la
investidura presidencial sufre por esa causa una grave mella.
Pero,
además de constituir una práctica ajena a los valores republicanos,
las cadenas nacionales por motivos intrascendentes poco le aportan a
la presidente en términos de imagen. Por el contrario, el encendido
de los canales de televisión baja considerablemente en esos
momentos, lo que revela el hastío de la gente.
Tampoco
es edificante ver a un coro de aplaudidores ejercer en
tales ocasiones ese desagradable exhibicionismo de obsecuencia.
Máxime cuando muchos de ellos, una vez alejados de las cámaras,
expresan en la intimidad las mismas críticas al gobierno nacional
que cualquier ciudadano.
Durante
su ejemplar gobierno, Arturo Illia jamás usó la cadena
nacional. Solo pocas horas antes del golpe que lo derrocó
apareció brevemente en una, sin su autorización, en
circunstancias que daban suficiente motivo a esa herramienta. Claro
que teníamos entonces -y no lo supimos valorar- esa especie rara en
nuestro país: un presidente republicano.
Desde
luego que esa perorata tiene por objeto seguir sosteniendo un relato
que se da de bruces con la realidad, porque muy a su pesar y cerca
del abismo, el gobierno nacional se ve obligado a adoptar algunas
medidas que podrían considerarse ortodoxas.
Entre
otras, subió la tasa de interés, aumentó las tarifas de servicios
públicos (por la reducción de subsidios), procura disminuir el
salario real de los trabajadores (impulsando aumentos salariales
inferiores a la inflación) y da pasos hacia el arreglo de deudas
pendientes (indemnización a Repsol o intento de acuerdo con el Club
de París).
Algunas
de estas medidas calmaron la tempestad del tórrido verano que acaba
de concluir. Pero muchos analistas entienden que no atacan las causas
profundas de los problemas, sino que tan solo consiguen ganar tiempo.
No
hay aún, y tal vez no lo haya nunca durante la actual
administración, un programa económico serio e integral, que exhiba
un horizonte y dé sentido a medidas que de otra forma aparecen como
acciones aisladas.
Sin
ese plan integral, las medidas particulares son mucho menos eficaces.
Pero, además, no basta escribir un programa. Es necesario que todos
los actores económicos perciban que ese programa está sostenido por
una sincera voluntad política.
Esto
último es lo que no existe. Se advierte muy claramente que las
acciones promovidas son parches que se adoptan de mala gana y que no
guardan coherencia entre sí ni con las políticas generales del
gobierno.
Es
que apartarse del "relato" difundido diariamente durante
una década no es tan sencillo. La señora de Kirchner intentará
ensayar la ortodoxia mientras bautiza a las medidas que toma con esos
nombres ingeniosos que dicen lo contrario de lo que son. Así, “el
tarifazo” es “una reasignación equitativa de los subsidios”.
Los
más fanáticos le creerán, pero la mayor parte de la sociedad
opinará de acuerdo a lo que sufre: la disminución de su poder
adquisitivo. Ante la víscera más sensible, el bolsillo, mueren las
palabras.