ENCADENADOS AL RELATO por Jorge R. Enríquez

Después de un incomprensible período de silencio absoluto, la presidente de la Nación ha retomado la frecuentación de las cadenas nacionales.
Nos hemos referido muchas veces a esta práctica reñida con los más elementales principios republicanos, pero es necesario insistir para que su abuso no termine por parecernos algo natural.
Las cadenas nacionales son una limitación a la libertad de prensa. Tener que difundir obligatoriamente algo que un medio tal vez no difundiría no es compatible con una sociedad abierta. En algunas poquísimas ocasiones pueden justificarse -la ley de medios lo permite-, pero deben mediar causas graves.
Nada de eso ocurre con los soliloquios de la señora de Kirchner, que se nos estampan a los argentinos en forma coactiva. Generalmente, no tienen ningún objeto o propósito definido. Cuesta comprender el sentido de esos discursos, que no abordan ningún tema grave o urgente de interés nacional, sino que discurren por anécdotas personales y comentarios que le surgen al azar, como cuando conversamos con un amigo en un café.
Así nos enteramos si le gustan determinados alfajores, cuántos aires acondicionados tiene su madre y cosas por el estilo. Lo que tal vez no entiende la primera magistrada es que el prestigio de la investidura presidencial sufre por esa causa una grave mella.
Pero, además de constituir una práctica ajena a los valores republicanos, las cadenas nacionales por motivos intrascendentes poco le aportan a la presidente en términos de imagen. Por el contrario, el encendido de los canales de televisión baja considerablemente en esos momentos, lo que revela el hastío de la gente.
Tampoco es edificante ver a un coro de aplaudidores ejercer en tales ocasiones ese desagradable exhibicionismo de obsecuencia. Máxime cuando muchos de ellos, una vez alejados de las cámaras, expresan en la intimidad las mismas críticas al gobierno nacional que cualquier ciudadano.
Durante su ejemplar gobierno, Arturo Illia jamás usó la cadena nacional. Solo pocas horas antes del golpe que lo derrocó apareció brevemente en una, sin su autorización, en circunstancias que daban suficiente motivo a esa herramienta. Claro que teníamos entonces -y no lo supimos valorar- esa especie rara en nuestro país: un presidente republicano.
Relato y realidad: donde mueren las palabras.
Desde luego que esa perorata tiene por objeto seguir sosteniendo un relato que se da de bruces con la realidad, porque muy a su pesar y cerca del abismo, el gobierno nacional se ve obligado a adoptar algunas medidas que podrían considerarse ortodoxas.
Entre otras, subió la tasa de interés, aumentó las tarifas de servicios públicos (por la reducción de subsidios), procura disminuir el salario real de los trabajadores (impulsando aumentos salariales inferiores a la inflación) y da pasos hacia el arreglo de deudas pendientes (indemnización a Repsol o intento de acuerdo con el Club de París).
Algunas de estas medidas calmaron la tempestad del tórrido verano que acaba de concluir. Pero muchos analistas entienden que no atacan las causas profundas de los problemas, sino que tan solo consiguen ganar tiempo.
No hay aún, y tal vez no lo haya nunca durante la actual administración, un programa económico serio e integral, que exhiba un horizonte y dé sentido a medidas que de otra forma aparecen como acciones aisladas.
Sin ese plan integral, las medidas particulares son mucho menos eficaces. Pero, además, no basta escribir un programa. Es necesario que todos los actores económicos perciban que ese programa está sostenido por una sincera voluntad política.
Esto último es lo que no existe. Se advierte muy claramente que las acciones promovidas son parches que se adoptan de mala gana y que no guardan coherencia entre sí ni con las políticas generales del gobierno. 
Es que apartarse del "relato" difundido diariamente durante una década no es tan sencillo. La señora de Kirchner intentará ensayar la ortodoxia mientras bautiza a las medidas que toma con esos nombres ingeniosos que dicen lo contrario de lo que son. Así, “el tarifazo” es “una reasignación equitativa de los subsidios”.

Los más fanáticos le creerán, pero la mayor parte de la sociedad opinará de acuerdo a lo que sufre: la disminución de su poder adquisitivo. Ante la víscera más sensible, el bolsillo, mueren las palabras.