Pensemos en las instituciones europeas de posguerra como en un elaborado escudo de protección contra el fascismo. La Unión Europea (UE), que diluía los nacionalismos; el Estado de bienestar, que amortiguaba las divisiones sociales que los dictadores pretendieron explotar, y la conformación de laOTAN, que convertía a Estados Unidos en una potencia europea y en protector definitivo de la democracia.
Esa fue la respuesta colectiva de Europa a su doble suicidio de la primera mitad del siglo XX. No solamente Alemania tenía que resucitarse a sí misma de entre los escombros de 1945, sino todo el continente. Los europeos tenían que construir sociedades e instituciones a prueba del fascismo: se lo debían a esa constelación de muertos enterrados bajo sus pies.
Así que no debería extrañarnos que Donald Trump , cuyas inclinaciones dictatoriales son tan irrefrenables como el saludo nazi del Dr. Insólito, odie tanto a esas instituciones europeas. Lo que quiere es desgastarlas; mejor incluso, destruirlas. "Soy un nacionalista", dijo una vez. Y sí: lo es. Banderas, desfiles aéreos militares, muros fronterizos, monumentos y, sobre todo, la exaltación de "la nación más grande, más excepcional y más virtuosa de la historia del mundo", como lo expresó este 4 de Julio.
Desde que llegué a Francia, ya escuché a un par de franceses describir a Trump como "gracioso". Para los europeos, el showman norteamericano ya perdió el brillo de la novedad. Ahora es un bocón, un tarado. Son observaciones que surgen de sociedades que saldaron sus dolorosas cuentas con la historia y lograron medianamente cierta seguridad. Estados Unidos, sin embargo, no lo logró. De hecho, pienso que el gobierno de Trump ingresó en su fase más peligrosa.
Es importante visualizar al presidente dentro de su contexto histórico. El país cuyo gobierno asumió venía de un subibaja traumático de un cuarto de siglo. Primero, tras la desaparición de la Unión Soviética, vino aquel interludio embriagador de superpotencia con veleidades y tendencia al exceso.Después, el desconcertante shock del 11 de Septiembre, que hizo trizas la fantasía de la inviolabilidad del territorio norteamericano y empujó al país a sus guerras sin ganadores. A continuación llegó la Gran Recesión y su lección indeleble, que podría reducirse a "los pobres siguen pobres y los ricos se hacen más ricos". Finalmente, el incontestable ascenso de China y la decadencia relativa de Estados Unidos, dos hechos duros que Barack Obama , el primer presidente negro, optó por manejar con templado realismo.
Todo eso generó el contexto perfecto para la gestación de un burdo e indiscriminado nacionalismo que se volvió contra sí mismo. Y Trump es el vehículo de ese nacionalismo. Supo explotar esa sensación de humillación que cundía entre los norteamericanos y que ya estaba ahí, buscando quién la encarnara. Trump no es gracioso. Es diabólico.