Hay quienes
creen que ese factor explica en buena medida la decadencia de nuestro
país a partir de mediados del siglo pasado. La ruptura del orden
constitucional en 1930 -y su secuela de proscripciones- es un
elemento insoslayable en ese proceso, pero el alejamiento del mundo
constituyó su consolidación. La Argentina había protagonizado un
asombroso crecimiento desde las últimas décadas del siglo XIX,
cuando se incorporó vigorosamente a los circuitos del comercio
internacional. Las características de esa inserción - en la que
nosotros, como regla general, exportábamos materias primas e
importábamos manufacturas - debieron revisarse desde los años
treinta, pero en lugar de buscar otras formas inteligentes de
relacionarnos con el mundo, caímos en un mal entendido nacionalismo,
de sesgo autárquico.
En
el plano político, el aislamiento se manifestó en la inocultable
simpatía - disfrazada de neutralidad - que el régimen de facto
nacido el 4 de junio de 1943 tenía por el Eje durante la Segunda
Guerra Mundial. Brasil, pese a contar con un gobierno, como el de
Getulio Vargas, autoritario y corporativista, fue más astuto
respecto de sus intereses y apoyó a los Aliados. Al término de la
guerra, era Brasil, no la Argentina, el socio elegido por los Estados
Unidos en la región.
Los
Kirchner no aprendieron las lecciones de la historia. Retomaron un
nacionalismo pueril que el propio Perón había abandonado durante su
segunda presidencia, cuando buscó recomponer relaciones con la
primera potencia mundial y facilitar las inversiones extranjeras. Una
izquierda paleolítica acompañó esos gestos hostiles. Esa tendencia
se acentuó a fines de 2005, cuando el presidente Kirchner alentó la
organización de una "cumbre paralela" -verdadera
congregación del populismo latinoamericano- para molestar al
presidente norteamericano George Bush.
El
abierto desafío a los fallos del juez Griesa, cuya jurisdicción
había sido determinada por el propio Néstor Kirchner, ahondó esa
grieta. Volvimos al default. No admitimos que el FMI pudiera tener
acceso a nuestras cuentas nacionales. No cumplimos con contratos
pactados. Hasta con Uruguay, nuestro país más cercano en el afecto,
terminamos peleados, pese a tener gobiernos "progresistas".
Es hora de
revertir ese proceso, que solo puede conducirnos a mayor
estancamiento y pobreza. El presidente Mauricio Macri está
desandando el camino desde el inicio mismo de su gestión, pero su
presencia en la reciente reunión de Davos marca oficialmente el
relanzamiento de las relaciones argentinas con el mundo. Hacía 13
años que un presidente argentino no concurría a ese trascendente
encuentro de la economía mundial. Es increíble que nuestro país
haya desaprovechado las oportunidades que brinda dicho escenario.
Macri
y su ministro Prat Gay no perdieron un minuto. Mantuvieron decenas de
reuniones con algunos de los principales líderes mundiales, entre
ellos, el vicepresidente y el Secretario de Estado de los Estados
Unidos, quienes se comprometieron a destrabar créditos y facilitar
inversiones. El mundo quedó notificado de la existencia de un nuevo
tiempo en nuestro país. El New York Times destacó a Macri como una
de las presencias más importantes en Davos.
Sin esa
recreación de la confianza internacional en la Argentina, será
imposible emprender el camino del desarrollo. Abrirse al mundo no es
perder independencia. Al contrario, los países que crecen de modo
sostenible y se tornan sólidos son los que están en mejores
condiciones de negociar con los demás desde una posición de
fortaleza. Ya es hora de entender que el mundo, como lo fue en la
etapa de apogeo de la Argentina, no es una amenaza, sino una
oportunidad.