Así como para
designar a un juez del alto tribunal, se requiere, luego de la
propuesta del Poder Ejecutivo, una mayoría de dos tercios de los
presentes del Senado, el número de integrantes de ese cuerpo se
determina por mayoría simple del Congreso.
A lo largo de su
historia, iniciada en 1863, la Corte tuvo distintos números de
miembros, pero por lo general ha estado conformada por cinco
ministros.
No hay ningún
número mágico. Pueden ser 5, 7, 9. No es conveniente que sean
muchos, porque a diferencia de lo que puede parecer a primera vista,
más jueces implican más lentitud en las resoluciones.
Cuando Carlos
Menem hizo aumentar entre gallos y medianoche el número de jueces de
5 a 9, se alegó también que era para darle más agilidad al
tribunal. Pero eso sólo se hubiera conseguido si la Corte se dividía
en salas, lo que es de dudosa constitucionalidad. Sin esa división,
es claro que el único propósito fue crear una Corte adicta.
En el caso
actual, el tema sería aún más absurdo, ya que la composición
vigente de la Corte viene de una ley basada en un proyecto de la
entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner que redujo el
número de miembros. Por eso, que el Jefe de Gabinete Aníbal
Fernández haya dicho que el "gobierno" no tiene en agenda
ese incremento, no es una negativa categórica, ya que se especula
que para evitarle a la señora de Kirchner el costo de esa
contradicción, el proyecto podría ser presentado por un legislador
oficialista.
De todas formas,
a los Kirchner nunca les molestaron mucho las contradicciones. En
todo caso, si una iniciativa así se presenta será porque fue
ordenada por la presidente. Si se llegara ampliar la Corte, pero
el oficialismo no tuviera los números en el Senado para designar a
los nuevos miembros, se generaría una situación conflictiva si se
pretendiera incluir en el tribunal a los conjueces, designados a
gusto y piacere
de
Cristina Kirchner.
La Corte
Suprema, que es la última intérprete de la Constitución, no
debería ser objeto de tantas manipulaciones. Lamentablemente, lo ha
sido desde el funesto juicio político que se le practicó al alto
tribunal en 1947, durante la primera presidencia de Juan Perón. Se
conformó entonces una Corte adicta al Poder Ejecutivo, sentando un
precedente que – salvo honrosas excepciones- ha sido la regla en
nuestro país.
Necesitamos
tribunales que se vayan renovando naturalmente, no mediante manotazos
del poder político. Los cambios abruptos, dirigidos a darle una
determinada impronta, mellan su prestigio y la confianza pública que
deben merecer. Los daños que ello ocasiona a la seguridad jurídica
son enormes.
Mientras no
entendamos la íntima relación entre esos daños y la calidad de
vida de los argentinos, no habremos empezado a salir del pozo.
Viernes 17 de abril de 2015