Todos esos
esquemas son válidos y pueden ser considerados dentro del gran marco
del constitucionalismo en la medida en que los jueces tengan
garantizada su independencia.
La independencia
judicial no es un devaneo de académicos ni una bolilla del programa
de Derecho Constitucional: es el reaseguro último de una república.
De nada valdría
contar con las constituciones más avanzadas y las leyes más
perfectas si su interpretación y su aplicación estuviera en manos
de jueces venales o enteramente subordinados al poder político. Esto
es así para los jueces en general, pero es más importante cuanto
mayor sea la jerarquía de los tribunales. Y en los países, hoy
mayoritarios en el campo de las democracias occidentales, en que el
Poder Judicial ejerce el control de constitucionalidad de las leyes y
demás actos estatales, mucho más.
Por eso, un ex
presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Charles Evan
Hughes, pudo afirmar: "Vivimos bajo una Constitución, pero la
Constitución es lo que los jueces dicen que es". Y el
presidente norteamericano Woodrow Wilson señaló: "La Corte
Suprema es una Convención Constituyente en asamblea permanente".
Son, claro,
exageraciones, porque los jueces no deben hacer ni la Constitución
ni las leyes, pero indican la enorme importancia que tienen los
jueces en una república. De ahí que su independencia sea crucial.
Hablamos de
jueces de la ley, no de jueces del poder. De jueces que pueden y
deben fallar aún contra sus preferencias políticas o ideológicas
si es necesario. Resulta absurdo, desde este punto de vista, postular
la existencia de jueces "legítimos" o "ilegítimos"
según se orienten en una dirección política determinada o no.
La grieta social
ha llegado al Poder Judicial. Es algo dramático, que debe terminar
porque es una malversación de la función jurisdiccional.
Han trascendido
negociaciones entre algunos magistrados federales y altos
funcionarios del Poder Ejecutivo, destinadas a garantizar la
impunidad de la presidente de la Nación y sus allegados. La sola
existencia de esas negociaciones, al margen del resultado que
obtengan, es incompatible con los más elementales principios de un
Estado Constitucional de Derecho.
De los arduos y
múltiples desafíos de la etapa que comenzará el 10 de diciembre,
la restauración de la confianza en la justicia federal acaso sea el
más acuciante.