En
los últimos días se produjeron resonados casos de linchamientos de
delincuentes o de sospechosos de serlo.
Algunos
vecinos que presenciaron asaltos no solamente redujeron a los
delincuentes, sino que los golpearon salvajemente, provocándoles
lesiones graves y en algún caso la muerte.
Que
estos hechos no sean aislados es algo muy preocupante. La justicia
por mano propia es la negación misma de la civilización.
Una
cosa es comprender que la creciente inseguridad y el absoluto fracaso
del Estado, en particular en los últimos años, en impedirla, genere
en la sociedad la necesidad de defenderse por sí misma, y otra muy
distinta es admitir como válida una práctica de la más aberrante
barbarie.
Cualquier
persona tiene el derecho a defenderse, aún usando la violencia
física, de un ataque contra su propiedad o contra su vida. Inclusive
está facultada a aprehender al delincuente y ponerlo a disposición
de la autoridad judicial o policial competente. No está en discusión
la legítima defensa. Pero cuando un agresor ha sido reducido, cuando
está inmovilizado sin capacidad de reacción, pegarle salvaje y
brutalmente hasta matarlo o ponerlo al borde de la muerte es una
conducta que ni remotamente puede ser justificada.
Por
supuesto, hemos llegado a esta situación por la enorme
irresponsabilidad de un gobierno que se desentendió de la seguridad
porque la consideraba un tema de la derecha y por un discurso
predominante en el oficialismo y en muchos juristas y jueces, según
el cual la delincuencia tiene cierto aire romántico. El delincuente,
según esta visión, no es victimario sino víctima de la sociedad.
Sin
negar que cuando una sociedad expulsa de su seno a miles de personas,
sumiéndolas en la indigencia, la marginalidad y la exclusión social
y privándolas de los beneficios comunitarios, crea condiciones que,
en algún momento, se traducen en violencia y criminalidad, el Estado
no puede cruzarse de brazos y favorecer la impunidad.
El
Estado nació para garantizar básicamente la seguridad. El monopolio
de la fuerza pública es lo que lo caracteriza de modo esencial.
Antes del Estado había, según los pensadores contractualistas como
Jean Jacques Rousseau, John Locke o Thomas Hobbes, el estado de
naturaleza, en el que imperaba la guerra de todos contra todos,
graficada con la célebre frase “el hombre es un lobo para el
hombre”.
Pero
cuando el Estado no cumple esa función elemental, debilita el
contrato social y crea las condiciones para que los particulares
tomen a su cargo lo que aquel no realiza.
Se
entiende la indignación de la sociedad por esa deserción del Estado
y su furia contra quienes lo agreden, pero el linchamiento es una
práctica que, lejos de resolver, agrava los problemas, ya que si se
disuelven los lazos sociales y el respeto a las normas, regirá la
ley del más fuerte.